Los naranjos primeros de noviembre, aún dorados, entinieblan la imagen, a la que la gloria del Renacimiento español da luz y vibraciones ópticas. La cruz desmiente el marrón agrisado del muro de fondo, con su azul humilde de mármol tenue. Descentrada, dejando honore de centro a la mentida ventana ojival, que tiene añoranzas góticas con el ajimez que dobla el calibre de la finestra labrada para ornato, que no para iluminar interior alguno, que no existe. La piedra permanece siglos, y el naranjo cambia sus hojas. Y sus frutos. Lo efímero tiene una belleza de más lujo y lujuria que lo escuadrado en cantería de arenisca, que también fenece. Como los vítores en almagres de los licenciados en leyes por el vecino San Fulgencio, caligrafiados en centuria supuestamente ilustrada: Checa, Iglesias y otros, consiguieron el placet episcopal para inmortalizar sus nombres en glorias pronto olvidadas, como se olvida todo lo que es olvidado en un montón de perros muertos. El Mediterráneo respira en los aún inmaduros hesperidios, que obvian el invierno para empezar a mostrar un triunfo, acaso más efímero que el de los manteístas del XVIII, pero más celebrado por las papilas de todos, eternamente.