El cronista pasaba por allí, raya de Portugal y España. Y vio estos reflejos gloriosos bajo el fuerte sol del estío ibérico. Y le hizo verso. Ahora, entre la prosa, lo cita, parcialmente: En los Arribes del Duero / se hace el agua piedra, / y piedra se hace agua. / Manso, el río / hacia la mar se escapa. / Cada día el mismo reflejo, / siendo distinta el agua. Mentida quietud del Duero, que oculta su caudal en falsa calma. Muros de castillo de irregular escuadre, como corresponde a su fiereza natural y geológica. Muros que se miran, orgullosos, en las cristalinas aguas, que, pronto, serán atlánticas. Hay grandeza de Dios en el espectáculo. No es un paisaje, es un portento. Y así lo mira el cronista, llevado de la grandeza de ver hermanados al agua parada y a la mole pétrea del septentrional occidente peninsular.

El reflejo es de piedra, y es de agua. Es como el hijo de ambos, enhiesto murallón y acostada agua. Por eso tiene naturaleza, a la vez doble, y a la vez distinto. Su realidad es virtual, pero poderosa. Nació para ser admirado. El cronista deja fe de ello.