Crepitar del fuego, golpe en el yunque

La pregunta sería ¿quién es el fuego y quién el yunque golpeado? A buen seguro que a Ángel Haro, pintor en esencia multiplicada, le gusta esta foto de Ángel Fernández Saura, con su padre del que tanto aprendió, al que tanto admiró por su voluntad de dominar la libertad y la materia, por insistir en el empeño de la creación de belleza. Su desaparición dejó un enorme vacío en todos los que le conocimos, empeñado siempre en doblegar el hierro y las apariencias falsas.

El devenir de Ángel Haro es largo hasta llegar a Murcia; vivió en París el mayo del 68 y siempre me contó su expectación en el popular entierro de Edith Piaf, en octubre del 63, entre otros muchos acontecimientos. Sus experiencias parisinas son propias de un artista joven que sueña éxitos y arte. Debió ser un cambio muy brusco cuando la familia se instaló en Puerto Lumbreras, pueblo murciano fronterizo con Andalucía sin demasiada trascendencia artística si no por algún hecho puntual. Era lógico que el pintor intentara llegar a la capital de la Región mientras su padre ponía a punto la fragua de buen herrero en el pueblo y él delineaba en el estudio de Simón Ángel Ros, arquitecto en Lorca, trabajo que abandonó, claro, a la francesa como quien va a comprar tabaco y no vuelve. Siempre tuvo claro el horizonte que le pertenecía.

A Murcia llegó, no disimulen la sorpresa, haciendo mínimas esculturitas de migas de pan y contando que en las noches de verano ardiente se bajaba a dormir fresquito en las inexploradas cuevas del Escipión en el Cabezo de la Jara, donde hay una cima accesible con estalactitas y estalagmitas. Su carácter abierto le hizo pronto popular entre los artistas de los 80. En Murcia lo pintaba todo con fiebre de color y textura; tuvo estudio en la Plaza de la Cruz junto a unos amigos, sobre la Galería Zero que hizo su primera exposición acontecida con la característica bárbara de su vocación. Participó en centenares de creaciones: carteles con Ramón Garza, firmando Grupo Metro. Noches y días abiertos. Un día se asomó a la ventana y se le oyó decir «así quería vivir», pero no había terminado de decirlo, el espacio se le quedó pequeño, el terreno plástico lleno de impurezas para su fortaleza creativa. Empezaron las grandes exposiciones, en San Esteban aquellos cuadros recordando la fragua paterna, el origen artesano o, mejor, artístico y popular, férreo con doble acepción.

Ahora es uno de los artistas más consolidados, estudio en Madrid y Murcia, las compañías de teatro se disputan sus escenografías, y vive con intensidad la realidad artística española a la que no es ajeno. Ha expuesto en medio mundo y cuando le nace viaja a África a conocer seres incontaminados, a recargar pilas para seguir soportando infecciones humanas de toda clase y condición. Es como un dolmen, como un cubo granítico, una referencia. Un entregado, un luchador. Un artista con pasado, presente y futuro.