El agosto del año 2000 el calor fue la gota gorda del verano. Una temperatura a la que Elvira Lindo le puso antídoto con el frescor de su Tinto de Verano. Un tercio de vino con un precio a mano, y dos tercios de gaseosa efervescente en blanco como nata rosadita y burbujeante. Parece fácil pero hacer un vino de verano no es tan simple ni tan fácil. Llevo años pidiéndolo en las terrazas en sombra del verano y casi siempre tengo que devolverlos porque les falta gas, saben demasiado a vino peleón o tienen un bouquet amargo. En cambio, Elvira Lindo le cogió el punto enseguida y desde el primero, en el que andaba en la cocina alimentando rencores hacia personajes públicos y pensando en cómo acabar con los okupas adolescentes de su casa, al último, donde le cuenta por carta a su padre que han llegado a Nueva York, todos sus Vargas -que es como nacieron llamándose en una venta de carretera allá en los veinte- tuvieron durante los cinco agostos consecutivos que ella ejerció de barman de la comedia el mismo efecto carbonato que después del buen sabor del humor destilado en alto, nos deja en los labios la sonrisa de una rodaja de limón.

Leyendo de nuevo el sabor de estos maravillosos cócteles podría decirse a modo de un buen sumiller casero que utilizó las mejores viñas de Mihura y de Jardiel Poncela, el toque efervescente del gran Julio Camba, el tintineo seco del hielo de Gila, y me atrevería a decir que su secreto es ese toque de Martini rojo entre Dorothy Parker y Anita Loos que le gustan a ella. Incluso afirmaría que en alguno que otro se la va a propósito la mano, como cuando esas madres desesperadas le goteaban un par de Pasaflorine al bibe los pequeños insomnes, y les pone un chorrito de Yasmina Reza de Felices los felices, con ese punto ácido y atrevido de análisis de la intimidad. El resultado es ese cóctel perfecto de frivolidad, neurosis, ternura, y humor a la altura del corazón. Creo que por eso son tan cervantinamente humanos estos tintos de verano con los que de paso Elvira Lindo nos invitó a entrar como voyeures de sus vacaciones. Y también, lógicamente, en su casita de la sierra transformada en la de un gran hermano, menos casposa y más de clase media, habitada por la fauna adolescente de sus hijos, el marido intelectual y escritor de renombre, bautizado como Mi santo, el suegro y el padre, auténticos personajes de Azcona, ese maravilloso okupa llamado Evelio que nunca termina las chapuzas de la casa y secuestra el cuarto de baño al toque de móvil de Corazón latino. Su convivencia, las demandas del ajuar de lo cotidiano, la política, el cine, la tele basura, las rebajas, las cartas al director, los documentales de los animales, la necesidad de una auténtica habitación propia, los intentos de edredoning para ocultarse del pequeño Omar adoptado y el punto G. de lo real de la realidad. Nada falta en las crónicas épicas de una escritora, maestra del humor y de la mirada con un sentido adecuado de las emociones a piel de barrio y de lo común que se inventó el personaje de un hada doméstica a punto de dimitir o de desfallecer.

Sin duda, la otra parte del éxito de estas piezas que estallan en el paladar es la prosa limpia, coloquial en conversación y coloquial que ennoblecen lo cotidiano y nos ofrecen un divertido daguerrotipo social y emocional de la clase media y de la vida de cualquiera, con una imaginativa literatura a la altura de la realidad de nuestros ojos. Un logro que volvió a repetir Elvira Lindo en una especie de segunda parte de Tinto de verano, como fueron esas Noches sin dormir en las que nuestra escritora es una flaneur de literatura del desarraigo para explicarse y contar sobre el otro lado, el disfrute y el desamparo.

Es de celebrar la publicación de estos refrescantes artículos sobre los veranos que recuerdan los relatos de Gerald Durrell, ejemplo de su talento periodístico y como guionista de las películas de Miguel Albadelejo, para afrontar la temperatura de estos tiempos angostos, y que la gente recuerde que las pequeñas felicidades son posibles.