Qué miedo me inspiró siempre Erika París. Los datos fehacientes sobre su vida pasada se confundían con los rumores que sobre ella se propagaban y los detalles que la imaginación de cada uno añadía. Nosotros, habitantes de un pueblo asediado por tierras polvorientas donde apenas brotaban almendros y algarrobos, soñábamos con marchar a la gran ciudad. Nosotros, habitantes de un pueblo donde las mujeres se hacían ancianas apenas dejaban de ser niñas, soñábamos con hembras desenvueltas. Erika París era la respuesta a nuestros deseos. Sabíamos que había vivido en diversas ciudades y que célebre había sido su rendimiento en célebres burdeles. Se decía que había sido la mujer más deseada de los bajos fondos de París. Ella decía que se llamaba Erika, nosotros le añadimos el París.

Su rostro lucía la marca de la lascivia. Su carne era sucia por las sucias carnes con las que retozó en sucias ciudades. Erika París nació fulana y fulana hubo de morir. De fulana eran sus ademanes y de fulana su sonrisa. De fulana era su mirada y de fulana su voz fracturada.

Los años no fueron indulgentes con Erika París. Le ajaron las pechugas y le abotargaron las nalgas. Se le inflamó la barriga como si hubiera portado allí dentro una camada de tiernas meretrices que repartieran su legado por los cuatro confines. El tiempo se ensañó con su rostro. Si bien Erika París nunca había sido bella, la vida disipada la hizo un adefesio. El cabello le amarilleó ya de joven, los años le roturaron la frente con surcos profundos, le hurtaron varios dientes y le sembraron la barbilla de unos pelos recios y negros. Poco importaba, sin embargo, aquella fealdad rayana en lo monstruoso: su fama la aureolaba. Sentí temblar la voz de los hombres más bragados del pueblo cuando entraban a su estanco. Aun así, estragada por los decenios y saturada de somieres, emitía Erika París un hálito mágico, un aura ladina de pécora resabiada.

Había abandonado los serrallos de la gran ciudad y había abierto un estanco en aquel pueblo de miseria. Y siempre supimos que tras la cortina del almacén existía un colchón tentador. Y siempre supimos que cuando cerraba en pleno día, dejando dentro a algún cliente y dejando fuera a los fumadores contumaces mascando hinojo, no era precisamente para reponer mercancía. La vejez no le había aplacado el ansia de carne de macho.

Camino del colegio, mi padre entra al estanco a comprarme unas almendras garrapiñadas para el recreo. Entonces Erika París le clava su negro iris y con voz insolente espetaba:

— ¡Heladio!

Su voz suena descascarillada. Mi padre intenta ocultar su turbación tras un seco laconismo:

— Una bolsa de esas, de las más baratas.

Pero visitar a Erika París era un viaje sin retorno cierto.

—Anda granuja... vente, que me ayudarás a sacar unos cartones del almacén.

Y mi padre comenzaba a sudar y se azoraba y no sé si pensaba en mi madre.

—No, Erika, he de llevar al niño a la escuela.

Erika París me da una bolsa de almendras garrapiñadas y añadía:

— Esta corre de mi cuenta, que a ti he yo de cebarte bien para catarte mejor. Y ahora no rechistes y ve solo al colegio, que papá tiene un mandado que despachar.

Mi padre salía a echar la persiana con manos temblorosas. Ni la azada ni la vejez le hicieron nunca temblar como Erika París. Ella me miraba desde el soportal y su mano dibujaba movimientos undosos en el aire:

— ¡Adiós Adolfito! ¡Hazte un hombre para mí!

Aquellas palabras estuvieron resonando al través de toda mi infancia: hazte un hombre para mí, hazte un hombre para mí...

Nos constaba en el pueblo que esas escenas se repetían con todos y cada uno de los hombres que entraban a su estanco. Y los que no. Todos los hombres del pueblo habían visitado el almacén. Pero todos callaban. Todas las mujeres lo sospechaban y todas callaban.

Durante años dudé de cuáles de aquellas historias respondían a la realidad, cuáles a mi imaginación particular y cuáles a la imaginación colectiva. Ni tan siquiera me atrevía a decir si aquella visita de mi padre no era fruto de la imaginación del niño que lo acompañaba. ¿Me compró mi padre alguna vez almendras garrapiñadas en el estanco de Erika París? ¿Se sentían alaridos desde el colchón del almacén? ¿Existía aquel colchón? Durante años dudé de si alguna vez Erika París me había pedido que me hiciera un hombre para ella.

Erika París simbolizó siempre para nosotros la ciudad (el placer, la vida). Aun cuando la veía recoger acelgas en su pegujal percibía en ella un dulce hedor a polución y alquitrán. Desinhibida hasta lo pecaminoso, era ella el mentís a todas las mujeres de nuestro pueblo.

Tras muchos años en la ciudad regresé al pueblo que tanto añoraba. Detestaba el estruendo, el gentío, el arrebato. Algo dentro de mí había quedado vinculado para siempre a los olivares, las chicharras, el polvo de la rambla, la bolaga, los saltamontes. Llevé flores a la tumba de mis padres y marché al estanco. Quería comprar tabaco. O quería ver a Erika París.

El comadreo no había sido benevolente con Erika París. Desde el pueblo me llegaron todo tipo de chismes. Había metido a una muchacha a despachar y pocos eran los que aseguraban haberla visto. De todo se dijo en aquellos años. Primero que si murió, después que si estaba más allá que acá, y al final quedó la cosa en que andaba muy avejada y medio ciega. Siempre pensé que aquello serían envidias de las mujeres del pueblo, tantas veces ultrajadas por ella en la carne de sus maridos. Siempre pensé que aquello era la última añagaza de la vieja zorra.

Entré al antiguo estanco y la hallé postrada en una hamaca, como una solemne matrona, fingiendo ser lo que nunca fue: una mujer respetable. Vestía un babi negro, como todas las mujeres de aquel pueblo triste. Los ojos lucían la opacidad blanquinosa de los ojos ciegos. El calor asfixiante de agosto confería al estanco la misma cualidad onírica que poseía en mis recuerdos.

— Ven Adolfito, ven — la sílabas resonaban trémulas en su boca desmolada.

—¿Cómo has sabido que era yo, Erika?

Me puso en la mano una bolsa de almendras garrapiñadas. Me extrañó tanta lucidez, porque lo cierto era que los rumores sobre su senilidad se quedaban cortos: era una anciana castigada por el tiempo y por Dios. Exánime, ciega; mas con el fulgor de haber sido en tiempos el gallo de algún corral.

Se levantó tanteando y yo la seguí. Pasó a la trastienda: el célebre almacén. Las cajas de cartones de tabaco se apiñaban en derredor. Ella se conducía por entre ellas tanteando con las manos para no chocar. El laberinto de cajas formaba un claro en el fondo del almacén: allí apareció el colchón. Había envejecido a la par de su dueña, como un animal de compañía. La piel de Erika y la del colchón eran del mismo apagado color parduzco, como si el óxido hubiera carcomido a ambos.

Se sentó con gran esfuerzo. Me acomodé a su lado. Aquel colchón y su dueña poseían para mí el embrujo de una leyenda antigua. «Este es el colchón», pensé en voz alta y Erika rio. Pero su carcajada no era estentórea como en tiempos, sino semiderruida, mohína, resignada. Abrí la bolsa de almendras y me eché una a la boca. El sabor me trajo a la cabeza a mi padre. Erika esbozó en ese momento una sonrisa lánguida, como si hubiera adivinado mi pensamiento. Me acarició el pelo con movimientos torpes. Sus manos arrugadas bajaron por mi cuerpo. No me atreví a tocarlas, temí que como pétalos de amapola se deshojaran al contacto con otra mano. Recorrieron mi pecho, el vientre, se posaron.

—Erika —acerté a decir aturdido por la situación y por el calor angustioso.

Sus manos marchitas aún conservaban la gracia para jugar con un hombre. Resonó en el almacén el ¡ras! súbito de la cremallera. Me tumbé en el colchón y sentí en la cara el aliento que habían recibido tantos hombres solos en tantas noches solitarias de tantas ciudades. Tantos hombres de aquel pueblo que había sido mi pueblo.

¡Ras! Resonó la bragueta en el antiguo almacén.

— ¡Uy! ¡Madre mía! Si te has hecho un hombre para mí, Adolfito...