Me miraba con la intensidad del Atlántico batiéndose en las piedras del farallón que sale de la muralla de la ciudad elevado sobre la tumba de un santón musulmán que cuida un ermitaño que nadie conoce, escondido en el interior de su casita con ventanas diminutas por donde ve los más bellos atardeceres del universo. Su mirada me penetró como si un sexo de hormigón irrumpiera en mis entrañas de algodón. Aquella noche cenaba sola en la terraza del García, uno de los restaurantes españoles de Asilah. Ahora no sé si fue una decisión personal o una de esas casualidades que te confunden porque tu cabeza, tan racional, no sabe en qué casillero colocarla. Había pedido la cerveza más fría que tuvieran, ese tipo de tonterías que dice el cliente a sabiendas de que el camarero te traerá la que tenga a mano. Era el primer sorbo de una Flag Special, ese que entra como una bocanada helada que te salta las lágrimas.

Allí, detenido, mirándome sin pestañear, alto y delgado como un alminar, casi desnudo, envuelto en su manta roída, descalzo y distante, se quedó a la distancia justa para que yo lo viera y los camareros del restaurante no pudieran echarlo con maneras de capataz colérico. Allí estaba por mí, sólo por mí. Cualquiera que haya visitado Asilah, el pueblo marroquí de pescadores a pocos kilómetros de Tánger, y haya paseado sin prisa no sólo por su turística medina sino por las calles de los barrios más populares, por la transitada Avenida Hassan II, que se convierte por la tarde en un zoco bullicioso donde encuentras frutas, ropa, menaje, hombres ociosos sentados en la acera del cafetín, y mujeres orondas que no hacen caso al aviso de los coches mientras escarban como gallinetas en el montón de vestidos, camisetas, pañuelos o chilabas en los puestos a lo largo de la calle, habrá visto vagar como un fantasma al loco de Asilah, al loco que se envuelve en una manta tanto en verano como en invierno, al chiflado que no habla con nadie, que no pide nada, que va de aquí para allí, que ahora está en Bab Alkasabah y luego, o al mismo tiempo, en Bab Homar, y al poco rato caminando sin molestar entre el gentío que toma helados, té con yerbabuena o refrescos en las terrazas pegadas a este lado de la muralla.

Nos separaban unos metros, pero su rostro, que siempre creí acartonado por el frío y la brisa inclemente del mar en los días de niebla y soledad de otoños silenciosos y lentos, tenía la frescura de la juventud y el descaro de alguien resuelto y vital, de alguien que sabe lo que quiere y está dispuesto a conseguirlo. Iluminado por una farola de la calle, sus ojos parecían tener luz propia bajo una frente salpicada de rizos que se juntaban con una barba menos poblada de lo que había imaginado. Rechacé al mismo tiempo que lo pensé ofrecerle comida, quizá unas monedas. Hubiera sido una afrenta, indigno para él.

Al instante supo que yo también lo miraba, que mis ojos se habían detenido en los suyos, que era algo más que un cruce accidental. Me quedé con la mano a medio camino entre la mesa y mis labios medio abiertos esperando el segundo trago de cerveza. Sólo fue un suspiro, la brisa que pasa y cuando tratas de retenerla ya está en otro confín del mundo, apenas el parpadeo de una estrella en la noche que no da tiempo a retener. Estaba convencida de que después de aquel cruce de miradas vendría algo, o la tormenta y el caos, o la calma y el equilibrio de esas madrugadas cálidas en las que te despiertas y ves el horizonte despejado, repleto de fulgores que anuncian el día cuajado de regalos. Se acercó a mí con la decisión de un soldado. Había tanta osadía y entereza en sus pasos, caminaba con tanta audacia y convicción que por un momento parecía estar atravesando un campo minado que sorteaba con zancadas de ogro.

Era un vendaval de dulzura y energía, un intrépido héroe que convertía la hostilidad del terreno conquistado en amables ciénagas con nenúfares y flores perfumadas. Ningún camarero se atrevió a parar aquella fuerza irrefrenable. Al llegar a mi mesa extendió su mano y sin dejar de mirarme soltó un papel sobre el mantel, se dio la vuelta, y se fue. Apenas pude reaccionar. Cuando levanté la cabeza, sujetando el trozo de papel, no sólo no estaba sino que parecía habérselo tragado la tierra, como absorbido por el río de criaturas que paseaban por el paseo marítimo, un hervidero de familias, de jóvenes en grupo aferrados a sus móviles ataviados con modas llegadas de Europa, gente arremolinada en los puestos de caracoles o frutos secos tostados allí mismo, chicas en vaqueros con pañuelos cubriéndose el pelo, hombres silenciosos que clavan su mirada en el minúsculo puerto de pescadores de Asilah, apenas iluminado con luces que en la distancia son un hilo de luciérnaga flotando en la oscuridad de la pequeña bahía.

A los pocos días volví a España. Sabía que era él cuando en la pantalla de la tele vi su foto en una crónica de la última llegada de jóvenes inmigrantes a la península. Al principio no lo reconocí, pero aquellos ojos sólo podían ser sus ojos, y aquella mirada tan intensa sólo podía ser una mirada labrada a diario en amaneceres frente al Atlántico, como la suya. Sin barba silvestre era difícil reconocerlo porque sin la dureza del vello su juventud era aún más descarada. Desde la pantalla, sin apenas escuchar la voz de la reportera que daba detalles del número, la embarcación, el lugar de llegada, la hora y la procedencia, nerviosa, a punto de desmayarme, corrí al cuarto donde dejé colgado el bolso que llevaba la noche de la cena en el restaurante español. Allí había metido al descuido el papel que me había dejado sobre la mesa y que nunca llegué a leer porque todo sucedió tan rápido y tan imprevisible que se quedó en un olvido latente, sabiendo que no era el momento, que llegaría la hora en que aquel trozo arrugado cobraría sentido y lo explicaría todo. Y esa hora había llegado. Apenas pude contener el aliento. Carmen y Alim.

Mi corazón pareció reventar como el océano golpeando las piedras de la Krakía, ese mirador populoso en la muralla de la medina. Era mi nombre y el suyo separados por un garabato casi infantil en forma de corazón perfilado con lápiz de carbón y coloreado con especias del zoco por un dedo poco diestro. Al instante recordé la tarde en que, sentada frente a las mujeres que te engatusan para que te hagas dibujos de henna en las manos o los pies, quise que me tatuaran mi nombre en el dorso de la mano. Carmen, le dije a la señora cuya sonrisa zalamera desapareció en cuanto me echó el primer brochazo de ungüento dando lugar a una tiparraca adusta, mandona y maleducada. Como me sentí engañada, atrapada ante aquella arpía, y no quise montar un espectáculo levantándome sin darle opción a nada, miré a la gente que cotilleaba alrededor. Y allí estaba él. Ahora lo recuerdo parado, mirándome como lo hizo en la terraza del restaurante. Fue allí, estoy segura, donde aprendió mi nombre, quizá a decirlo en voz baja como un rezo murmurado, quizá tomando la decisión de seguirme, cruzar el Estrecho, y buscarme en un país inmenso que no conocía pero seguro que la fuerza de su amor le llevaría a mis brazos.

La voz de la reportera sonó en el salón como una bala disparada en la oscuridad. Todos los ocupantes de la patera han muerto, entre ellos Alim, un chico de Asilah que llevaba en su cuello una concha de mar con el nombre de una mujer, Carmen.