Tras décadas de interrogar legajos polvorientos, recopilar anécdotas orales y examinar palmo a palmo el término municipal, Benito Hermosilla había alcanzado merecidamente la dignidad de Cronista Oficial de la Villa de Riopanza. Desde ese honroso nombramiento habían transcurrido ya doce años. Ahora tenía sesenta y cinco, se había jubilado como maestro y había enterrado a su madre, única mujer con quien compartiera su vida. Fumador compulsivo, bebedor secreto, solía vestir un severo traje gris de corte clerical y era áspero y distante en el trato, pero su aplomo y su voz grave lo hacían muy respetado entre sus convecinos, quienes, por otro lado, raramente habían leído alguno de sus libros.

Amén de un Catálogo comentado de escudos nobiliarios del municipio de Riopanza y de un Estudio analítico del entorno socioeconómico riopancense, con especial referencia a la actividad agraria, el pueblo le adeudaba a Benito Hermosilla su monumental Historia universal de la villa de Riopanza, una obra exhaustiva, aún inacabada, cuyos treinta volúmenes en folio amenazaban con resquebrajar los carcomidos anaqueles de la biblioteca municipal. Benito Hermosilla se remontaba en su descomunal estudio, sin parangón posible, a la época de los grandes saurios, y realizaba un análisis pormenorizado de las icnitas y fósiles de estos animales extintos hallados en el municipio, y asimismo (tan vasta era su erudición) explicaba con todo lujo de detalles los hábitos alimenticios del Iguanodón o las costumbres sociales de los Ornitópodos. Sin solución alguna de continuidad, pasaba a hablar de los yacimientos paleolíticos ubicados en Riopanza; describía, dibujaba y catalogaba los utensilios de sílex encontrados, y regalaba a la ciencia sus propias aportaciones teóricas en lo que al flujo migratorio de los primeros homínidos se refiere. En un abrigo rocoso de Riopanza se había encontrado, entre los característicos dibujos de ciervos o de bisontes, la única rana pintada del mundo primitivo (otros decían que se trataba de un sapo), y Benito reclamaba la adopción de esta figura singular como emblema del municipio.

¿Existió la Atlántida? Benito Hermosilla no sólo no descartaba esta hipótesis, sino que aventuraba incluso la posibilidad de que los naturales de Riopanza fueran descendientes de aquellos míticos habitantes de la Antigüedad que sobrevivieron a la hecatombe. Basaba tal afirmación en deducciones etimológicas, un poco traídas por los pelos, elaboradas a partir de los topónimos del municipio. Decía así, verbigracia, que la sierra de Nabiza no debía su nombre a la planta del nabo, sino que aquél provenía en realidad del latín navis y hacía referencia a la nave con que los atlantes ganaran las costas de la Península tras el cataclismo. Aseguraba también que el nombre de la fuente del Témpano, en cuyo caño se formaban carámbanos de hielo todos los inviernos, tenía su verdadero origen en el griego tympanon, o tambor, en ´clara alusión´ a los tambores con que los atlantes demostraron su regocijo por haber llegado a una tierra tan rica y fértil.

Luego de estas elucubraciones, pasaba Benito a ocuparse de los poblados íberos del municipio, adjuntando planos de planta dibujados a plumilla por él mismo y describiendo, una por una, el millar de piezas decoradas que había cosechado en sus morosas prospecciones de arqueólogo diletante. De aquí saltaba a los romanos, de los que hablaba copiosamente por más que sólo existieran los restos de una antigua mutatio en Riopanza. Admiraba Benito el orden impuesto por los romanos en el país, alababa su talla como ingenieros, y afirmaba que el latín era el más precioso legado de cuantos podían habernos dejado nuestros conquistadores. Se había hallado en la sierra de Nabiza una estela funeraria con el nombre de un completo desconocido, Cayo Eumolpo, del que no se conservaban estatuas ni referencia escrita alguna. Ello no era óbice para que Benito Hermosilla afirmara de este Eumolpo que era «alto y de ojos claros, algo desgarbado, y buen bebedor de vino tinto e hidromiel», ni que «sabía tratar con afabilidad a sus esclavos, pero cuando había que poner las cosas en su sitio no le temblaba el pulso a la hora de aplicar el castigo». Le atribuía la propiedad de cien fanegas de vid y otras tantas de olivar, y también el gusto por bañarse al atardecer en una pila decorada con teselas azules.

Pasaba Benito de puntillas por el período visigodo y aun por el musulmán, que apenas habían dejado huella en Riopanza, y se extendía generosamente escribiendo acerca de los ´bizarros caballeros´ de la Orden de Santiago, cuyo desmochado castillo emergía de lo alto de una peña que dominaba todo el valle. Los documentos conservados a partir de esta época eran abundantes, y Benito los examinaba uno por uno con minuciosidad de insecto. Así, por ejemplo, las actas de un pleito entre el marqués de Trasmajada y los villanos de Riopanza, quienes estimaban vejatorio pagar al marqués el sexmo de todos los fructos que produjera la tierra: pan, trigo, vino, aceite, lino y paja. O el contrato de arrendamiento de una dehesa a la Mesta por cien mil maravedíes. O la escritura de propiedad de una almazara.

Por estos vericuetos se aproximaba Benito hasta el siglo XIX, siglo dorado para la historia de Riopanza, ya que dos de sus vecinos habían alcanzado cierto renombre nacional. El primero de ellos don Liborio Ximénez Turégano, quien fuera diputado a Cortes con Cánovas y que abandonara la lid política para escribir una novela de aventuras, bajo el influjo de Julio Verne, con el pseudónimo de Almirante Hibernatus. La segunda, Pepita Rodrigálvarez, una muchacha de familia humilde, viuda a los veinte años, cuya portentosa voz la llevara a triunfar en Madrid con la inmortal zarzuela La niña de los claveles. A instancias de Benito, los respectivos lugares de nacimiento de ambos mitos habían sido convertidos en casas-museo que no visitaba nadie.

Según se adentraba en el siglo XX y se aproximaba a la guerra civil, el pulso de Benito Hermosilla era cada vez menos firme. Temía herir susceptibilidades, despertar viejas rencillas entre los vecinos. ¿Cómo dejar por escrito que don Emeterio Mazario, aquel viejo venerable que ahora daba de comer pacíficamente a las palomas en la plaza mayor, había entrado borracho en 1936 en el convento de las carmelitas descalzas, había deshecho a martillazos un cristo de yeso, y había forzado después a una novicia de nombre Avelina? ¿Cómo explicar que don Emiliano Cerecedo, padre del actual alcalde, había ordenado el fusilamiento de diecisiete milicianos en la cárcava de Ruidrón y que, según se decía, el eco infame de aquellos disparos aún resonaba en la Noche de Difuntos por todo el valle? ¿Cómo atreverse a recordar que el talabartero jubilado Otilio Valmaseda, antiguo miembro del maquis, había cosido a tiros a un guardia civil llamado Bernardo Ménguez, de quien además era primo segundo?

Estas dificultades insalvables sumieron a Benito Hermosilla en el más hondo desánimo. Pasaba largas horas devanándose los sesos frente al papel en blanco, bebiendo a morro de una botella de ojén y fumando uno tras otro de aquellos cigarrillos rubios americanos que se hacía traer desde la capital. Trató de reducir la historia de Riopanza en los últimos sesenta años a datos objetivos y escuetos: don Fulano fue alcalde del año tal al año cual; en la guerra civil murieron 294 vecinos, 35 del bando republicano, 28 del nacional, y 231 sin filiación conocida; la hambruna del 42 vino motivada por un invierno tardío que arruinó las cosechas; el pantano de Dosaguas fue inaugurado en 1959 por el Generalísimo Franco... Invariablemente, Benito terminaba por despedazar estas hojas áridas y desprovistas de toda exégesis. Un historiador que se preciase como tal no podía limitarse a la mera relación de efemérides, al simple censo de acontecimientos. Su deber para con el vulgo era el análisis y la interpretación: exponer los hechos con todo detalle y verter luz sobre ellos. Por otro lado, no le parecía admisible ni tampoco proporcionado invertir tres tomos en el siglo XIX y dedicar tan sólo diez cuartillas al siglo en curso, cuando de ninguna otra época se poseía tan copioso legado documental.

Habían pasado ya cuatro años desde que viera la luz el tomo trigésimo de la Historia universal de la villa de Riopanza. Benito Hermosilla había llegado a aborrecer la figura del bibliotecario quien, cada vez que entraba a consultar los archivos, le preguntaba por el progreso de su obra. «Estoy en ello», respondía Benito sin mirarlo. Pero no era cierto. Le daba largas a la Historia y volcaba su insaciable erudición en asuntos menos peliagudos. Así, publicó una edición corregida y aumentada del Catálogo comentado de escudos nobiliarios; recopiló también cuentos y leyendas locales transmitidos por vía oral (como aquélla del vasallo que prefirió degollar a su prometida antes que transigir con el derecho de pernada); cantó las excelencias de la gastronomía riopancense en un librito que se vendió bastante bien, y en el que explicaba con toda claridad cómo elaborar, entre otros platos, el célebre cabrito asado con mermelada de albérchigos; se atrevió a dar a la imprenta un libro de poemas en verso libre que ensalzaban su tierra, pero por pudor lo retiró cuando ya estaban corregidas las galeradas. Una de sus más queridas composiciones, que Benito redactara transido de un arrebato lírico, empezaba así:

Oh, cara patria, Riopanza mía,tristes están mis ojos de ver tus olmosconsumidos por la mortífera grafiosis.

Durante el acto de presentación de su enésimo libro, Vida y tiempos de Pepita Rodrigálvarez, publicado a expensas del ayuntamiento con una tirada de quinientos ejemplares para su distribución no venal, Benito Hermosilla sufrió una indisposición. Entre tres o cuatro concejales lo llevaron al ambulatorio, la cara pálida y un rictus de dolor en los labios. El médico dictaminó cirrosis; le prohibió terminantemente el consumo de ojén y de cigarrillos, prescripciones ambas de las que Benito hizo caso omiso. Trece meses después, murió. Era primavera, se cubrían los campos de verdor, y Benito había dejado por escrito que incineraran su cuerpo junto a los tres únicos ejemplares impresos de la Historia universal de la villa de Riopanza, «por hallarse inconclusa», y que esparcieran las cenizas resultantes por los quejigales de la sierra de Nabiza.

Sus peticiones fueron desoídas: no sólo se le enterró de cuerpo entero, sino que su magna obra fue preservada de la acción del fuego. Aún hoy, los tres ejemplares de su Historia continúan, intactos, amontonando polvo: uno se encuentra en la biblioteca municipal de Riopanza, otro en la sala de juntas del edificio consistorial, y el tercero en la casa-museo de Benito Hermosilla, cuyas angostas y sombrías dependencias nunca visita nadie.