Hasta cuándo piensa estar así? ­—preguntó otra chica del grupo.

—He oído decir que hasta las doce del mediodía —respondió Ginés que ardía en deseos de romper su juramento y gritar a todos que aquel héroe era su amigo Paco.

—¿Y por qué lo hace? —preguntó Carmen.

Todos se encogieron de hombros, menos Ginés. Jamás pensó que diría algo tan cursi, pero era la verdad:

—Por amor ­—respondió el mejor amigo de Paco sin dejar de mirar hacia la fuente.

Un golpe seco en el tambor sonó quebrado, como un papel que se rompe. Una exclamación de tristeza se dejó oír por toda la Plaza cuando los paisanos de Paco vieron el palillo derecho de éste hundido en la piel rota de su tambor.

Paco se detuvo, no había contado con eso, todo estaba perdido.

De pronto notó unas manos que le despojaban de su instrumento. Paco estaba demasiado acongojado como para sentir alivio al librarse de aquel peso y demasiado emocionado como para sentir la nueva carga que caía suavemente sobre sus hombros.

Ante él apareció el rostro de su amigo Ginés que había corrido sin pensarlo dos veces en auxilio de Paco.

—Toma mi tambor, hermano, y acaba lo que has empezado.

Y Paco continuó caminando y tocando. Oía gritos de ánimo aquí y allá.

Ginés se había vuelto a sentar donde antes con el tambor roto de Paco. Carmen giró la cabeza para mirar el averiado instrumento y confirmó algo que sospechaba desde hacía mucho rato, desde que no vio a Paco junto a sus amigos callejeando. Supo que era él cuando observó la tela rota y vio, sobre el dibujo del castillo y entre dos corazones rojos su propio nombre escrito con una caligrafía como la de sus mejores bordados. Los ojos de Carmen se llenaron de lágrimas. Quiso salir corriendo y quitarle el tambor. Quiso coger a Paco entre sus brazos y decirle que no tenía que hacer aquello porque ella lo amaba. Lo amaba desde que era niña. Pero Carmen sabía que debía quedarse allí sentada viendo cómo Paco sufría una hora más de suplicio pues acababan de sonar las once.

Y Paco seguía tocando.

Y sonaron las once y cuarto. Pero su cuerpo ya no era suyo. Era incapaz de calcular si caería al suelo en la próxima vuelta o en la siguiente.

Y sonaron las once y media. El dolor se hacía insoportable. Toda la ropa se pegaba a su cuerpo y sus guantes estaban llenos de sangre.

A las doce menos cuarto sólo se escuchaba en Mula el cansino redoble de un hombre alto y delgado que arrastraba su cuerpo alrededor de la fuente nueva pero que no se detenía.

Paco no veía sino una mancha que daba vueltas. Ni siquiera sabía si seguía cerca de la fuente, si zigzagueaba, si realmente estaba tocando.

Los cuatro cuartos anunciaron el mediodía y Paco se detuvo mirando a la Torre y acompañando el sonido de las doce campanadas con el redoble más enérgico que había salido de sus palillos aquella noche.

Tras la última campanada bajó las manos sin soltar los palillos. Notó cómo alguien le cogía por debajo de los brazos y sintió otras manos que le despojaban del tambor.

Alguien le quitó la capucha. Paco intentó resistirse pero no podía moverse. Era don Antonio, el médico, que acercó un vaso de agua a sus labios.

—Llevadlo a su casa con cuidado, yo os acompaño —dijo el doctor con severidad.

Antes de desmayarse los ojos de Paco se cruzaron con los de Carmen, que estaba llorando.

Y él le sonrió.

El Jueves Santo por la mañana Carmen fue junto con otra amiga a visitar a Paco. Había estado preguntando por él constantemente, pero el recato no le permitió ir a visitarle la noche antes.

Tras los saludos de rigor y antes de marcharse, Carmen quedó un momento a solas con Paco, que estaba en la cama, limpio y con las vendas nuevas. Don Antonio acababa de irse.

—Dice mi madre que si el domingo te encuentras bien puedes ir a visitarla.

Los ojos de Paco se iluminaron aún más que cuando vio a Carmen entrar en su casa.

—Allí estaré ­—respondió él.

—Tengo que irme —le dijo ella con una sonrisa melancólica pero no por ello menos hermosa­—. Nos veremos el domingo.

—Oye ­—dijo Paco, que hizo una pausa como si quisiera buscar las palabras correctas—. No sabes el tiempo que hace que esperaba este momento.

—Sí, sí que lo sé ­—dijo ella sacando del bolsillo de su falda un paquetito envuelto en papel de regalo dejándolo cuidadosamente sobre el pecho de Paco.

Y se marchó.

Paco cogió el paquetito y lo desenvolvió. Era una pequeña cajita de cartón. La abrió y dentro había un caballero medieval con su armadura, no más alto que un dedo. Era de metal, estaba coloreado a mano y acabado con todo detalle.