La morera urbana comienza a vestirse. Los brazos del sol ayudan a ir colocando los brotes por aquí y por allá, en ese azar seguro, certero, que la complejísima ciencia del Cielo determina. Los balcones y ventanas se asoman por ver el pequeño milagro de la primavera que surge de las profundidades terrenas, bajo el asfalto de la ciudad. Cada brote es un beso del sol, que iluminado queda por la traslúcida transparencia de las hojillas. Hojillas, que pronto irán creciendo, empujadas por la nueva enramada, que harto consuelo de sombra irá dando al sufrido suelo de la ciudad. Quienes lo advierten, gozan de esos instantes en que la vida renovada se hace presente, y es gratuito espectáculo para todos. Las ramas podadas el pasado año, tras llorar su marcha de este mundo, tornan a surgir, inasequibles a la pena de haber sido desgajadas del tronco, que es padre y madre a la vez de la fronda toda. Como una uve de victoria aparecen los troncos secundarios, que luego serán ocultados por las hijas. Pero, en tanto, proclaman su triunfo sobre el invierno, que, a punto está de huir al olvido, derrotado por ese ejército de savia que ascendió hasta el sol.