Un día, a los quince años y, tras haberlo pensado mucho, Paco propuso a su padre comprar un burro. La negativa fue igual que si le hubiera dicho que comprara un avión.

—Escucha, papá ­—dijo Paco—, el hermano de la mamá, el chacho Manuel, tiene una burra joven que quiere vender.

—No tenemos dinero ­—respondió Felipe el Cojo sin disminuir el ritmo con que su azada horadaba la tierra.

—Si le compramos la burra ­—continuó Paco como si no hubiera escuchado a su padre­—, el chacho Manuel la cuidará en su cimbra y podremos dejar allí, donde el animal, todas las herramientas pesadas y no tener que cargarlas cuesta arriba y cuesta abajo.

—¿Es que te has vuelto un gandul?

— No, papá, pero llegaríamos más descansados y podríamos trabajar más. Podríamos echar muchos más jornales que ahora en el limonar de don Pío. La burra estaría pagada en menos de un año y luego tendríamos dinero para comprar alguna tahúlla más, que siempre hay alguno que quiere vender.

Felipe el Cojo no respondió a su hijo, de hecho no habló con él el resto del día. A la vuelta se desvió del camino y fue a ver a su cuñado Manuel y a la burra que estaba en venta. Felipe propuso al hermano de su mujer darle cinco duros en ese momento y el doble de la manutención del animal hasta que éste estuviera pagado y Manuel, más por conocer la honradez de su cuñado que por ser familia le aceptó el trato.

—Bueno, Paco ­—dijo Felipe que, por primera vez en años subía a su casa cargado sólo con su cojera— si el albaricoque se pierde nos moriremos de hambre.

Pero no se perdió. Fue un invierno suave, una primavera generosa y en junio la cosecha del albaricoque fue abundante en Mula y su precio mejor que el de otros años.

Ese mismo verano Felipe terminó de pagar el animal a su cuñado. A los pocos días el chacho Manuel cayó muy enfermo. Tenía una neumonía grave y los médicos no estaban muy esperanzados. En el mes de septiembre, cuando su tío agonizaba, Paco acompañó a su madre a la Romería del Niño porque ella había decidido subir de rodillas el tramo final. Y Paco iba poniéndole una plancha de madera a cada paso debajo de las piernas para que su madre no se clavara las piedras. Era una promesa. Había pedido al Niño de Mula que curara a su hermano y que si lo hacía subiría descalza la Romería el resto de los años de su vida.

Manuel, en pocas semanas, comenzó a mejorar y para noviembre ya estaba de nuevo en sus cosas. Los médicos, aunque sorprendidos, se mostraban escépticos ante la idea de que aquello hubiera sido un milagro pues en medicina se ven cosas increíbles de vez en cuando. Pero al año siguiente la madre de Paco subió descalza hasta la ermita del Niño del Balate.

A las ocho y media el sol ya daba en la Plaza y Paco empezó a sumar el calor al cansancio, la sed y el dolor que sentía en todos los músculos de su cuerpo. Sabía que sus manos y sus pies estaban ensangrentados desde hacía rato y, de pronto, cuando el sol se coló por los dos agujeros de su capucha se sintió desfallecer. Pero al completar la vuelta, allí, en el banco que había entre la fuente y el Casino estaba ella. La distinguó entre un numeroso grupo de gente que comenzaba a juntarse alrededor de la fuente para observar a aquel muleño anónimo. Cerca de ese mismo banco y sentado en el suelo estaba Ginés. Paco recobró las fuerzas tras ver a su amada y se alegró de tener cerca a su mejor amigo.

—¿Quién es ese? ­-preguntó una de las amigas de Carmen.

—No lo sabemos ­-contestó uno de los mozos que estaban cerca.

—¿Y está así toda la noche? ­—preguntó esta vez Carmen.

—Según he oído, desde que sonaron las doce ­—contestó otro.

Carmen se había recogido a las dos de la mañana y a las ocho se levantó y se puso un bonito mantón bordado por ella misma para reunirse con sus amigas y acompañar al resto de los muleños en las últimas horas de tamborada.

Carmen bordaba verdaderas obras de arte y su tío Cristóbal las vendía en la tienda por muy buen precio. Unos años antes, cuando ella aún iba a la escuela, su madre le regaló un libro de caligrafía en el que aparecían letras de muchos tipos: inglesas, góticas, romanas, letras inclinadas, más gruesas, más finas, unas sencillas y otras complicadas. A Antonia se le había ocurrido que su hija, ya que sabía leer y escribir, podría bordar nombres o iniciales o lo que las clientes quisieran. Aquello fue un acierto. Todo esto unido a la creciente habilidad que Carmen demostraba hizo que le llovieran encargos de motivos artísticos complicados por los que, tras el consejo del chacho Cristóbal, Carmen cobraba unas buenas pesetas.

El sol estaba cada vez más alto y Paco oyó las diez en el reloj. ¿O eran las nueve? No podían ser las nueve, a las nueve no hacía tanto calor. La Plaza estaba cada vez más llena de gente, todos alrededor de Paco. Algunos le acompañaban durante unos minutos y les daban el relevo a otros y todos le decían frases de ánimo.

Le pareció ver a sus padres entre las personas que observaban.

Tres años atrás, cuando Paco tenía diecinueve, Felipe ya había conseguido ahorrar e ir comprando más tierra. El día que Paco cumplió veinte años su padre le dió en arriendo las cuatro tahúllas de limoneros que había conseguido adquirir gracias al esfuerzo de ambos y a la inteligencia de su hijo.

—La mitad de lo que te ganen estos limoneros ­—le dijo el padre­— es para ti, porque pronto deberás pensar en casarte y querrás tener algo que ofrecer a tu esposa y a tus hijos.

Paco, además, era requerido como tasador, pues la fama en la exactitud de sus cálculos corría de boca en boca. Por otro lado, al muchacho no le asustaba echar jornales aquí y allá. Con todo eso, a los dos años del arriendo ya tenía ahorrados más de treinta duros.

Fue entonces y sólo entonces cuando el hijo de Felipe el Cojo pensó que tenía algo que ofrecer a Carmen la costurera.

Carmen no había accedido a las propuestas de ninguno de los que la habían pretendido y eso que su belleza había encandilado a más de un señorito.

El Viernes de Dolores, Paco, a través de una amiga, le mandó una educadísima y sencilla carta en la que le rogaba tuviera a bien en considerar sus intenciones de cortejarla y le pedía una entrevista con la madre de Carmen con el fin de pedirle permiso para visitar a su hija. La carta acababa rogando a Carmen que no le diera una respuesta hasta pasada la Noche de los Tambores pues, según escribía Paco, prefería que ella se lo pensara bien.

Paco había hecho una promesa.

Las doce horas que se disponía a pasar redoblando eran para pedir que su amada le diera una respuesta afirmativa. Por eso iba encapuchado, pues no quería que nadie, ni antes ni después, supiese quién era aquel penitente del tambor que daba vueltas y vueltas. Sólo el Niño de Mula debía saberlo, y su amigo Ginés, claro.

Paco había hecho jurar a Ginés que jamás desvelaría su secreto, pues Paco pensaba que una promesa entre Dios y uno no es una demostración de fuerza ante los hombres.

Mañana, última entrega.