Pasó el invierno. La tarde se alarga. Y el sol se refleja en los cristales de los altos edificios de la playa. Hay un pescador, la playa está desierta, de no ser por él. El oro del sol se derrama en plata sobre el mar, en caprichosa alquimia estacional. El pescador de caña no lo sabe, pero es sólo un figurante del paisaje. El paisaje lo contiene a él. No es él el protagonista del paisaje. El paisaje es el paisaje, lo importante, lo necesario. El pescador es lo contingente. Concentrado retira el hilo que lanzó antes. Inútilmente, pues no precisa fuerza para tirar. Viene solo, acaso vacío, el anzuelo. Olillas menores, muy menores, besan leves la playa de marzo. Y apenas se retiran. Otros días serán los de furioso levante, que no cesa en ira de ola y ardor de espuma. Hoy, no. La tarde recoge al día con la calma de quien ha enrutinado una liturgia cotidiana. Aunque, no obstante, aún se advierte cierta ceremoniosidad en el rito del acostumbrado ocaso. Mas, el pescador no lo sabe. Es ajeno a todo eso. Su religión es el pescar. Deja pasar a la naturaleza y al tiempo, creyendo que así lo ha decidido.