Paco notaba cómo las gotas de sudor sobrepasaban ya sus cejas y saltaban la difícil barrera de las pestañas para colarse en sus ojos e irritarlos. Otras gotas conseguían llegar hasta su boca y Paco podía notar el sabor salado de su propia transpiración. La capucha negra cubría su rostro mucho más abajo de la barbilla, fundiéndose con la túnica del mismo color que caía suelta hasta sus pies vestidos con unas fuertes sandalias de cuero. Eran las tres de la mañana y aquella madrugada de Miércoles Santo había sucedido a un caluroso martes que estaba soltando en Mula una noche verdaderamente templada.

Era la Noche de los Tambores.

Como todos los años, instantes antes de las doce de la noche, la multitud que abarrotaba la Plaza del Ayuntamiento, presidida desde el balcón del mismo por el alcalde, había escuchado tan respetuosa como impaciente hasta el último de los cuatro cuartos que el reloj de la Torre esparcía por igual a todos los muleños. El sonoro estruendo hizo temblar la ladera de la montaña donde se asienta el pueblo. Como todos los años, las doce campanadas que anunciaban el paso del martes al miércoles de Semana Santa fueron ahogadas una a una por el ensordecedor rugido de miles de pieles tensas golpeadas con el brío que da un año de espera.

El redoblar de innumerables tambores sólo se hacía soportable para los propios muleños, que siempre sonreían al ver a un foráneo taparse los oídos o secar las lágrimas de sus hijos sorprendidos por la inesperada explosión. Casi de inmediato los apretones en la plaza se suavizaban, pues muchos se encaminaban ya en grupos o en solitario a repartir redobles por las empinadas calles del pueblo.

Paco, sin que nadie se apercibiera de ello, comenzó a cumplir su plan: empezó a dar vueltas alrededor de la fuente de la Plaza, construida apenas un año antes, tocando el tambor sin parar. Al principio sus pasos eran cortos e irregulares, pues la gente que aún seguía en la Plaza se cruzaba constantemente ante él. Pero antes de la una ya tenía su pequeño y repetido recorrido libre de tropiezos.

Ya habían dado las tres y Paco miró su tambor sin dejar de redoblar ni de caminar con paso lento pero firme y regular. En la piel del instrumento aparecía un gran dibujo del Castillo de Mula copiado de un grabado que había comprado en la tienda de Gregorio Mellado por dos perros gordos. Pero no era esa magnífica ilustración lo que Paco miró para recobrar el aliento. No. Sobre las almenas del Castillo, muy cerca de la madera que circundaba el tambor y entre dos pequeños corazones rojos aparecía escrito en una bonita caligrafía un nombre de mujer.

Paco era hijo de Felipe El Cojo, apodado así porque a los dieciséis años se había roto una pierna al caer de una enorme higuera que estaba podando y, por la necesidad de trabajar, la fractura no había curado bien por lo que le quedó una leve pero visible cojera para toda su vida. Felipe era un agricultor que vivía en el pueblo, en una pequeña casa de la calle Doña Elvira, con su mujer y sus cuatro hijos, de los que Paco era el mayor. La casa había sido del abuelo de Paco, el tío Francisco, que había trabajado toda su vida para dejarle a su hijo Felipe una casa donde vivir y un pedazo de tierra donde trabajar cerca de la estación. Eran apenas dos tahúllas de albaricoqueros y otras tantas de limoneros. Paco, desde que tenía memoria, había bajado con su padre a trabajar. Menos cuando fue a las escuela. Allí le enseñaron algo grande: le enseñaron a leer, a escribir y a hacer cuentas. Desde ese momento la mente avispada del zagal devoraba más que leía todo lo que caía en sus manos, sobre todo tebeos como los de Hazañas Bélicas o El Capitán Trueno. También resolvía las sumas y restas con gran rapidez.

Cuando Paco cumplió diez años su padre lo sacó de la escuela y le habló como a un hombre. Le dijo que necesitaba su ayuda para alimentar con el trabajo a su madre, a sus dos hermanas pequeñas y al que nacería en unos meses.

Entonces Paco volvió a levantarse antes que el Sol y a bajar con su padre acarreando casi su propio peso en un capazo de esparto que cargaba a su espalda y que contenía una azada, un legón, un serrucho de podar, unas tijeras para cortar limones y otras cosas imprescindibles. Felipe, además de sus propias herramientas, en su mayoría más grandes y pesadas que las de Paco, cargaba con el botijo, el almuerzo y una bota de vino.

Paco pensaba que, si con siete años había bajado a trabajar, ahora, con diez, también podría hacerlo. Pero su padre ya no lo trataba como a un niño que iba más a jugar que a doblar el lomo sino como a un hombre que debía trabajar lo que sus fuerzas dieran de sí, ni más ni menos.

Y su padre le enseñó a manejar la azada, a cavar y a majencar la tierra, a hacer caballones y prepararla para el riego. Le enseñó a cortar el limón sin pincharse, a podar y a tasar la cosecha. Le enseñó el nombre de los insectos y los pájaros que Paco aún no conocía, a beber en botijo y tragar el agua al mismo tiempo. Le enseñó a sentarse debajo de un árbol y a hacer del almuerzo el mejor de los descansos.

La Torre del Reloj hizo sonar las cuatro. Aquella hora se le había hecho muy larga. Paco, para cumplir su propósito, tenía que aguantar hasta las doce del mediodía. Fue al oír tañer las campanas cuatro veces cuando dudó por vez primera de lograr su objetivo. No estaba cansado, pues a sus veintidos años sus fuertes manos estaban endurecidas y acostumbradas al roce da la madera entre sus dedos y sus pies habituados a caminar por los huertos cavados. Todavía le quedaba mucho aguante. Pero Paco sopesó sus fuerzas y las cotejó con las horas que aún le quedaban por delante y por un momento tuvo miedo de no conseguirlo. Intentó serenarse, ya que la ansiedad cansa más que un tambor de diez kilos colgado de los hombros.

Tenía que distraer la mente, pensar en otras cosas, pensar... Pensar en ella.

Carmen tenía los ojos más grandes y bonitos que Paco había visto nunca. Se dio cuenta de ello cuando él tenía doce años y ella nueve. Eran las Fiestas del Niño y una de las actividades más celebradas por los chiquillos era la de las bombas japonesas, unos cohetes lanzados al aire que, al explotar, esparcían toda una suerte de pequeños juguetes. Era entonces cuando se desataba una verdadera batalla campal entre los más jóvenes para apropiarse del mayor número posible de muñequitos, estampas y otras cosas.

Paco, aunque delgado, era un chico fuerte y ágil y de los mayores. Su mano izquierda ya estaba llena de pequeños juguetes cuando lo vio allí, aún en el suelo. Era un caballero medieval con su armadura, no más alto que un dedo. Era de metal, estaba coloreado a mano y acabado con todo detalle. Paco, entre el tumulto de niños, más empeñados en empujarse que en mirar al suelo, se abalanzó sobre el preciado botín. Su mano no cogió el muñeco sino que fue a caer encima de otra que se le había anticipado. Una mano delgada de la que salía un flaco brazo y acababa en el rostro más bonito del mundo. Ella le miró con sus grandes ojos y Paco quedó petrificado. Ella le sonrió y su belleza quedó multiplicada por mil. La mano de la niña se escurrió por debajo de la de él y desapareció con el muñequito con la misma rapidez con la que se había plantado ante Paco.

Continuará mañana