Por qué caminos llegó la pelota al balcón, eso nunca podremos saberlo. Igual el chiquillo que la perdió lo haya olvidado ya. Es un sueño entre rejas. Un sueño redondo, blanco con pentágonos azules. Y se fue, discretamente, a un rincón, para dejar paso por si alguien quisiera salir. Se le acabó la fuerza impulsora, y ya no botó más. Y devino inerte, quieto, inmovilizado, a la vista de todos. Alta queda la baranda. ¿Qué manos se alargarán alguna vez para cogerlo, y alzarlo a la altura de los brazos de otro niño, o del mismo quizá? Poco a poco el balón se irá desinflando, y mostrará abolladuras del tiempo, como heridas de la existencia, cicatrices en su alma de balón. Fue ideado para hacer felices a las criaturas de la edad precisa. Pero su vocación de juguete quedó truncada una tarde (por la mañana hay clase) en que el balón vino a botar en demasía sobre las duras losas de la calle, y entró en una canasta atrabiliaria y gigante, como si fuera el juego de un baloncesto extraño, bizarro, perverso para con el niño que lo perdiera. Un sueño roto, una ilusión perdida, cercenada.