Un día de otoño fui hasta Orihuela. Me la enseñaron, y la gusté. Y la gocé. En santo Domingo, alma eclesiástica y docente de la ciudad, había boda. Y en las pilastras de su entrada, habían colocado ramos de flores, como corresponde a los buenos augurios que se merece cualquier boda. Y advertí esa extraña conjunción de la piedra tallada y las flores. La eternidad y lo efímero. Lástima no supieran intercambiar sus esencias de vida y de existencia inerte. Parecía como si la base de las pilastras, macetas fueran de los ramos de flores y florestas varias, según cánones de hermosa y lúcida sapiencia cromática. Una sabiduría, entendida de afinidades y contrastes, con secreto matemático en sus entrañas. La piedra, escuadrada, mostraba a las claras, externamente, su geometría cortada a bisel, para mayor gloria del Arte. Y así, acogería con gozo a la viva hermosura de los ramos. Y, pensé, si no sería que la boda de aquel día oriolano de otoño se celebraba, en realidad, entre la piedra renacentista de Santo Domingo, y la flora que sobre ella se superponía. Y estuviéramos todos equivocados. Y el sol de aquel día de mi visita no fuera sino el oficiante. Nosotros, los testigos.