Adolescente aún, empezando a vivir la vida, una patada alevosa, un instinto criminal acabó con la existencia de la joven morera. Sin tutor de madera que lo custodiara, alguien decidió que estaría bonito escuchar su quejido de madera tronchada. Su exclamación de arbolillo indefenso. Porque esa fue su culpa: ser indefenso. No sólo estarlo. La prepotencia que abduce a quién sabe quién o quienes, acaso en una noche de alcohol barato, decidió la pena capital para la morerilla, sin más sumarísimo juicio que la voluntad macarra del ejecutor, que habría sido fiscal, a la vez, juez, defensor y testigo. A la mañana siguiente todos pudieron ver al ejecutado, caído por los suelos.

En un par de días, la morera chica fue repuesta, imagino. Y el feble tronco tirado como desecho. Los dioses de los árboles recogerían su cándida alma adolescente, y la transportarían a los Campos Elíseos de la Vegetalidad, junto a los inmortales de la Botánica. Allí perdonaría al canalla que la truncó, y la dejó sin vida en mitad de la acera, con voluntad de volverla materia inerte, sin natura organizada, tan sólo estructurada en sistemas cristalino o amorfos, cuya vida es otro arcano para todos. Amén.