Cuando Franco despertó y se vio amarrado con cuerdas a una silla, comenzó a llorar como un niño. «Llora, cabrón, las lágrimas que no derramaste cuando fusilaron a nuestro fundador», gritó Lerchundi, metiéndole el cañón de la pistola en la boca. Yo había escrito unas reflexiones para leérselas antes de pegarle el tiro. Me seducía la ocurrencia de mandarlo al cielo con una bala y un par de ideas en su cabeza. Ahora no recuerdo el texto exacto, pero hacía referencia a que allí se quebraba la racha de suerte que le venía acompañando desde el accidente aéreo de Sanjurjo; desde la colisión contra un cerro del avión que trasladaba al general Mola; desde el inevitable fusilamiento de José Antonio Primo en la cárcel de Alicante. Le iba a decir que yo no creía en la suerte y sí en sus maquinaciones para que estas muertes allanasen su camino hacia el Palacio del Pardo. Pero antes de terminar de decir estas palabras, nos pidió que no disparásemos. Entre sollozos, nos dijo que él no era Franco, que se llamaba Alberto Muñoz y que había nacido en Castellón.

Pedrín le gritó embustero, pero yo le creí desde el primer momento y bajé el arma con la que le apuntaba. La confesión resultó un mazazo: no habíamos contemplado la posibilidad de estar secuestrando a uno de los dobles que utilizaba el jefe del Estado. Conocía otro caso parecido, ocurrido en el verano del 43 en Soria, cuando el terremoto. El Caudillo acudió a la ciudad castellana a interesarse por los miles de heridos y mostrar sus condolencias a los familiares de las víctimas. Cuando su automóvil circulaba despacio por la avenida principal, para saludar a la multitud que brazo en alto lo jaleaba, una mujer logró acercarse al coche y meter por la ventanilla un ramo de rosas rojas que ocultaba una granada. El vehículo reventó. Hubo quince muertos; entre ellos un señor de Segovia, que se parecía mucho a Franco y la mujer que quitó la anilla, viuda de un republicano fusilado. El régimen silenció el atentado.

Alberto Muñoz, que tenía la misma voz de falsete que escuchábamos en los nodos, nos confesó que residía en el Pardo, aislado en una de las alas del Palacio. Reveló que en otras zonas inaccesibles del edificio vivían otros dobles de Francisco Franco con los que no le permitían mantener contacto. Juró que él fue el Franco que se entrevistó con Hitler en Hendaya, que pasó mucho miedo ante los rumores de que el encuentro era una trampa de los nazis para eliminarlo e invadir España. Por último, admitió que jamás había visto al verdadero Francisco Franco y que incluso intuía que no existía. Según su sospecha, el Jefe del Estado Español no era más que la suma de sus muchos dobles, una caterva de bufones cuyos hilos manejaba con habilidad la caudilla, Carmen Polo.

De nuevo, un largo silencio. Al rato, sonrió y añadió:

Pedrín Lerchundi se lo preguntó; y respondió que no, que nunca se había acostado con ella.

Lo dejamos amarrado en el sótano y, con el ánimo abatido por el fracaso, subimos a descansar un rato. A la mañana siguiente, sintonizamos un aparato de radio para escuchar las emisoras españolas. Lo primero que oímos fue un alegre pasodoble: entonces supimos que, el hombre que había inmovilizado abajo decía la verdad; tomamos consciencia de nuestro fracaso. Unos años después, cuando quedé finalista del Nadal con Malaventura, recibí una llamada telefónica desde el Pardo. Sentí una extraña sensación al escuchar como aquella voz de falsete me llamaba camarada y me felicitaba por el premio. Me pareció que hablaba con un fantasma.

Debería ser trabajo de los historiadores el descubrir si el agonizante espantajo que murió en el 75, entre una maraña de cables, sueros y goteros, era el mismo hombre que alzó al Ejército en África y ganó la Guerra Civil. Ahora es fácil; sólo hay que levantar las toneladas de granito que cubren su cuerpo y aplicar la prueba del ADN. Sería interesante saber si realmente existió el Caudillo o no fue más que una sucesión de personas con un extraordinario parecido físico; hombres bajitos y rechonchos reclutados y manipulados por el Régimen para continuar gobernando España durante cuarenta largos años.

En fin. Éste es el episodio que quería que le contara. ¿Le parece interesante para publicarlo en la revista? Hace años que ningún medio difunde una entrevista mía.

-¿Y qué hicieron con Alberto Muñoz?

¿Qué quería usted que hiciésemos? No sé si fue Pedrín o fui yo quien, después de oír el pasodoble por la radio, bajó al sótano y le disparó dos tiros en la cara. Debíamos regresar a España y no pensará que íbamos a pasar la frontera con el Caudillo sentado en el sillón trasero del automóvil. Cavamos una fosa en el suelo de la bodega y cubrimos el cadáver con cemento. Aún debe estar en los cimientos del caserío francés. No sé, ahora que tengo tanto tiempo para recordar, alguna vez pienso: mira si aquel tipo nos engañó y, en realidad, era el auténtico Francisco Franco.

La dos entregas anteriores, publicadas el martes y el martes miércoles