Salvador siempre ha sido amigo de sus amigos, sin importarle las particularidades de cada cual. Y un buen ejemplo de ello es que, junto a Leopoldo Panero, viajó a Roma para visitar a su paisano Ramón Gaya, haciendo posible su regreso del exilio.

Conocí a Pedrín Lerchundi una noche de jarana. Era un falangista de Bilbao, impetuoso y violento, como los de antes. Su indumentaria no distinguía el verano del invierno, la mañana de la noche: la perenne camisa azul, siempre remangada y desabrochada hasta el pecho, exhibía al mundo la varonil pelambre española. (Es curioso, pero no logro recordar ahora su rostro). El vasco odiaba obsesivamente a Franco, tanto como a los requetés y a los obispos. Después de horas vaciando vasos en la barra de un bar, me confió el secreto de su estrafalario plan.

Salí de aquel tugurio convencido de que había escuchado la delirante maquinación de un borracho; un plan de risa, que parecía diseñado como guión de una de las disparatadas películas de los hermanos Marx. Lo olvidé. Aunque luego, en los días que siguieron, estuve pensando en el proyecto. Reconsiderando detalles que antes había considerado descabellados. Reconocí que, a veces, exitosas hazañas eran fruto de ideas obvias y sencillas. Incluso burdas.

La mirada de Salvador Cuesta vuelve a pasear, en silencio, por el jardín. Necesita un tiempo para ordenar los recuerdos. Antes de exponerlos, ruega otro cigarro. Tras su insistencia, alcanzamos un pacto y accedo a dejar olvidado el paquete de tabaco, junto al encendedor, cuando me marche.

Durante la narración del grotesco episodio que el escritor cuenta a continuación, apenas interrumpí; y si lo hice, sólo fue para matizar un pasaje confuso, o solicitar detalles de algún hecho en concreto.

Desde que acabó la Guerra, el primer domingo de noviembre de cada año, el Caudillo acudía al valle del Baztán, en el Pirineo navarro. Era un entusiasta de la caza del corzo.

Como estaba previsto, ese día del otoño del 49, Francisco Franco pasó la mañana pegando tiros por el monte. Varios de ellos, certeros. Después de la siesta, aprovechó la visita para darse un baño de multitudes en Eliozondo e inaugurar un centro de formación profesional para huérfanos de tradicionalistas caídos durante la cruzada. Luego, acompañado por una escogida comitiva de autoridades, acudió a cenar a un pequeño mesón a las afueras de Azpirikueta, a sólo quince kilómetros de la frontera con Francia. Cuando llegó, ya estaba preparado el guiso con la más tierna de las capturas de la mañana, adobada con hongos de la tierra y buche de paloma.

En la cocina de la fonda, trabajaba la hermana menor de Pedrín. Ella era nuestro contacto.

El comando lo formábamos nosotros dos, con la ayuda pasiva de la joven (ahora, no recuerdo su nombre), que nos introdujo en la bodega del establecimiento, y el apoyo remunerado de un tal Charli, del que le hablaré después.

Desde el sótano, se accedía al servicio de caballeros por medio de una trampilla secreta, camuflada detrás de un armario. Durante horas y por un agujero, contemplamos como orinaba y excretaba casi todo el séquito. Hubo un momento en que pensamos que Franco no meaba, que le habían instalado una sonda para no tener que acudir al aseo. Por fin, la puerta se abrió y avistamos a la presa entrar en la ratonera. Lo vimos echar el pestillo y aguardamos un rato, hasta asegurarnos que estaba acomodado en la letrina. Entonces, pistola en mano, irrumpimos en el baño.

Salvador Cuesta comienza a reír abiertamente. Tarda en reponerse. Entre risas, que acaba por contagiarme, pide perdón. Balbucea que le puede el recuerdo de todo un Centinela de Occidente en pie, con ojos de pasmo, las manos en alto y los pantalones en el suelo.

Mientras yo le apuntaba a la cabeza, mi camarada le clavó la aguja de la jeringuilla con el somnífero. No tardó ni cinco segundos en desmayarse.

Le subimos los calzones y el pantalón y, embutido en un saco, lo acarreamos por el huerto trasero hasta el maletero de mi automóvil. En un par de minutos, habíamos puesto rumbo a la frontera.

Muy cerca del límite con Francia, junto a la carretera, camuflado entre las hayas de un tupido bosque, nos esperaba Charli. El contrabandista, que actuaba con total indulgencia a uno y otro lado de la aduana, disponía de una moto con sidecar, en cuyo zapato solía viajar su madre. Bajo las enlutadas ropas de la anciana, entraba y salía de España toda clase de artículos, de los que tanto escaseaban por aquella época.

Charli nunca supo a quién llevó esa noche en el sidecar de su moto. Aún dormido, vestimos a Franco con una bata negra y le atamos un pañuelo a la cabeza. Con una bufanda, le abrigamos el rostro para que la Guardia Civil no percibiera el bigote.

En Azpirikueta, transcurrían 20 minutos desde que el Generalísimo se había disculpado para ir al aseo, cuando alguien comentó la tardanza. En la mesa, se justificó la demora por el estreñimiento que le estaba produciendo las píldoras que tomaba para combatir la incipiente alopecia.

Sólo cuando había pasado una hora de ausencia, con todos los comensales nerviosos, alguien se atrevió a dar unos suaves golpes en la puerta del retrete. «¿Se encuentra usted bien, mi Caudillo?».

Salvador Cuesta vuelve a descojonarse, al recordar el momento.

A esa hora, Charli y su mamá ya estaban en suelo francés. Nosotros pasamos la frontera unos minutos después: el yugo y las cinco flechas de nuestra documentación nos ayudaron a despejar el camino. Pagamos al motorista una buena suma por el trabajo y alojamos a nuestro huésped en el subterráneo de un caserío cerca de la ciudad de Espelette, al otro lado de los Pirineos.

Me viene a la memoria y comento con el escritor la rocambolesca huida de España que protagonizaron dos presos políticos, por esa misma época. El sobrino de Sánchez Albornoz y un compañero escaparon del Valle de los Caídos, donde cumplían pena de trabajos forzados. Y lo hicieron siguiendo un plan tan esperpéntico como el de Lerchundi. Con la Guardia Civil en alerta, consiguieron atravesar España y alcanzar la Europa libre a bordo de un llamativo deportivo rojo y descapotable, acompañados por sus propietarias: dos despampanantes norteamericanas.

-No entiendo que arriesgaran el éxito de la operación trasladando al dictador a Francia, pudiendo haberlo ejecutado en el retrete o en alguna de las muchas cuevas que existen en esa zona de Navarra.

Fue una de las opciones que barajamos. Para no hacer ruido, estudiamos seriamente la posibilidad de degollarlo en el aseo, mientras cagaba (y perdone la expresión). Pero temíamos que el Régimen inventara alguna estratagema para ocultar durante años el magnicidio. Pensamos que, apareciendo el cadáver en Francia, la prensa internacional se haría eco del asesinato y el Gobierno estaría obligado a hacerlo público. Serrano Súñer, presidente de Falange y cuñado de Franco, era el político mejor situado para ocupar la jefatura del Estado. Por supuesto, también era nuestro candidato. De esta forma, nadie sospecharía que el crimen habría sido obra de un comando falangista. Sin duda, esos oportunistas del maqui no vacilarían en cubrirse de gloria, atribuyéndose la autoría del secuestro y asesinato del Generalísimo. Yo mismo estaba sorprendido: cómo empleando un plan tan ramplón, íbamos a enderezar el rumbo de España. Como ve, todos contentos.

Mañana, última entrega. Puede consultarse el capítulo de ayer aquí