Existe una manera muy sutil y poco estudiada de colocarse el sombrero para que la concavidad de la copa tape la cara y la punta de la nariz sostenga un poco el ala, de tal modo que permita una mínima corriente de aire renovado al respirar, a la vez que proteja la cara de los rayos del sol... ¡Perdón! Se me olvidaba apuntar que para llevar a cabo esta maniobra de precisión es necesario estar tumbado, preferiblemente en la tierra, y a ser posible bajo la sombra de una higuera, dejando pasar el tiempo de esas tardes inagotables de verano que acaban desmayando al jinete más audaz.

Fascinaba observarlo mientras dormía bajo la sombra de una higuera enorme, parecía todo un enigma cómo colocaba el sombrero sobre su cara y así se procuraba una doble sombra, y desde los mínimos agujeros del sombrero sus ojos grises de abuelo podían ver cómo se movían las hojas de la higuera, y más allá el poco benevolente sol del verano.

Allí, bajo la higuera, que era enorme, él disfrutaba de una sombra morada (porque la sombra de las higueras no es del todo negra), que lo protegía de la sofocante siesta, del insoportable calor, y que vista en panorámica parecía una especie de trinchera de colores fríos, para combatir al beligerante verano de los campos, de los llanos ocres o cenizosos por las quemas del rastrojo.

Durante esa época la televisión nos empachaba con imágenes de playas caribeñas, de niños divirtiéndose con todo tipo de juegos que empezasen por ´Swim-´ o acababan en ´-Beach´, anuncios y canciones repetitivas y estomagantes, que sólo podían ser aliviadas gracias a la imagen cercana y palpable del abuelo en su playa de sombra; durmiendo tranquilamente entre las olas que dibujaba la cebada seca.

En ese tiempo, frente al ´Verano de Sol´, ese verano de chapuzón, piña colada, prendas de viscosa, chiringuito, fiesta de la espuma y ligue madrileño, algunos tenían que vivir el ´Verano de la Sombra´.

Las tardes lentas del verano de la sombra se sucedían mientras el abuelo dormía tendido en la tierra en su islote sombrío con forma de higuera, y allí, encima de una rama, se podían ver como algunos vecinos iban y venían de los tajos, cuya mejor recompensa a mediodía era también la sombra de alguna higuera (el verano era la mejor época para sacarse una pelillas, y el trabajo en el campo siempre ofrecía una rentabilidad directamente proporcional a la ambición del dueño de la finca para explotar a cualquiera).

Desde aquel cuartel-higuera del abuelo se podía hacer un zoom fotográfico y capturar con la instantánea de un parpadeo a los vecinos que hacían los surcos para las nuevas cosechas, a las madres y las abuelas de la zona que arrojaban cubos de agua sobre la tierra para intentar refrescar el ambiente, ¡y de repente la tierra chillaba! Mientras tanto, las cigarras tenían el poder de taladrar los oídos e instalarse perpetuamente en las sienes y algún perro ladraba a lo lejos con cierta desesperación. Sin embargo, en ese hastío de estío, la higuera con su sombra y sus ramas fuertes ofrecía un mundo de alternativas para atravesar otro verano mas (he de apuntar que la geografía, a veces no es muy amable, y si se vive en un campo donde las casas están diseminadas la posibilidad de encontrarte con un ser humano más allá de tu familia es bastante remota, por eso en estos lugares tanto el tiempo como el espacio no es algo que pasa sino que se atraviesa).

No concibo un verano sin higueras, en sus ramas se podía apreciar los sonidos que producen las hojas cuando se rozan, cuando se caen, cuando las traspasa algo de viento; entonces, en ese momento, ellas solas reproducen un sonido muy similar al de las caracolas del mar, un soniquete grave que hace que las hojas suenen igual que las olas de las playas, por lo que resultaba sencillo darse un baño de sonido de mar solo escuchando la fricción de las hojas de la higuera.

Desde mi atalaya, con forma de rama, presenciaba esa misteriosa imagen de mi abuelo tendido en la tierra, respirando profundamente, con su sombrero en la cara, y con esa paz en el sueño que sólo acompaña a quien ha sido, como decía Antonio Machado, «bueno en el buen sentido de la palabra bueno».

Mientras lo miraba me esforzaba en armar el puzzle de su pasado (que ineludiblemente irá ligado al mío y que nos lo contaba a medias y sin victimismos). Lo veía en la tierra, durmiendo, tendido voluntariamente sobre el suelo, entonces me inundaba el miedo y la rabia de saber que durmió muchas veces a la intemperie, sin higueras que lo protegieran, que pasó hambre, frío, que fue llevado a campos de concentración, que le pusieron un fusil en la mano y que en una pierna aún conservaba parte de metralla; pero me reconfortaba saber que pocas veces pasó miedo.

Quizá por eso su siesta ´higueril´ era tan plácida, porque quien ha tenido que echarle un pulso forzoso a la muerte y al hambre, resultando ganador, adquiere una perspectiva diferente (con el tiempo me di cuenta de que sólo puede tener una siesta tan agradable quien tenga una conciencia tranquila y sabiéndose digno; entonces, uno duerme, como me decía mi abuelo, «a pata suelta»). A veces, y sólo a veces, cuando veía a mi abuelo tendido en el suelo, respirando profundamente, me aterraba que llegara el día en que dejase de hacerlo, y empezaba a darme pánico la tierra sobre la que él dormía por si un día ella se volvía caprichosa y en lugar de sotenerlo encima lo quisiera tener entre ella, lo cual inevitablemente pasó, pero siempre pensaré que fue algo pactado entre ellos y voluntad de ambos.

Reivindico las higueras como árbol del verano, esas que, como decía García Lorca, vuelven locas a las tardes. Reivindico el desmayo fingido en sus ramas, y disfrutar de los ´rumores calientes´ de sus hojas.

Damián fue un hombre de la tierra, un hombre de sombra y un hombre de higueras que me enseñó que es posible nadar en el mar si se sabe escuchar a las hojas, a que no tuviera jamás miedo a la muerte, y a luchar siempre por lo justo para que nadie nunca nos tienda en el suelo si no es para dormir la siesta a nuestro lado.