Corre, Forrest, corre!, le grita Jenny (Robin Wright) a Forrest Gump (Tom Hanks). Le están acosando en el colegio, le persiguen con bicicletas, y él corre como el viento. A pesar de los aparatos ortopédicos de sus piernas, corre hasta destrozarlos y liberarse (para siempre) de ellos. Correr, en la célebre película de Robert Zemeckis [EEUU, 1994] es una metáfora vital de superación (aunque según un estudio realizado por The Week, la larga carrera de Forrest Gump atravesando Estados Unidos de punta a punta -durante 3 años, 2 meses, 14 días y 16 horas- es factible). Lo que hacía más especial esta gesta eran sus razones o, mejor dicho, la ausencia de ellas. «Sin ningún motivo decidí salir a correr un poco y sin ningún motivo seguí corriendo. No podían creer que alguien pudiera correr tanto sin ningún motivo especial», decía Forrest. Simplemente «tenía ganas de correr»

Si a la sucesión de secuencias, corre que te corre, a lo largo y ancho del territorio y la historia estadounidense, se le suma la canción de fondo -«Tú puedes hacer tu propio camino»- y el éxito del filme (seis Oscar, entre ellos mejor película, director y actor protagonista), Forrest Gump entra de lleno en el podio iconográfico de estímulos audiovisuales para lanzarse a correr. Porque el running, en el cine, resulta a menudo un elemento inspirador, motivacional, que conduce mucho más allá de la meta. Estas son algunas -no todas- de esas películas.

Puede que una de las más antiguas en las que correr es el hilo conductor, y con un trasfondo social, sea La soledad del corredor de fondo [Reino Unido, 1962]. Muestra del Free Cinema inglés, cuenta la historia de un joven de clase obrera que vive en los arrabales de Nottingham, comete un robo y acaba en un reformatorio. Allí empieza a correr (en la especialidad de cross, por las campiñas británicas, por cierto). Sus capacidades le proporcionan privilegios y... lo curioso es su reacción. Un guiño antisistema muy propio de los años sesenta. Aunque no todos los corredores son anónimos, ni personajes ficticios. Los Juegos Olímpicos han dado mucho de sí.

EL CARRO DE FUEGO DE ELÍAS

El título surgió de una canción inspirada en un poema de William Blake. Era una referencia al segundo libro de los Reyes, capítulo 2, versículo 11, de la Biblia: «Y aconteció que yendo ellos y hablando, he aquí un carro de fuego con caballos de fuego apartó a los dos; y Elías subió al cielo en un torbellino». El carro de fuego de Elías. La canción suena en la pantalla, en el funeral de Abrahams. Carros de Fuego (Chariots of Fire), la famosa película británica de 1981, recrea la participación de dos corredores, uno cristiano y el otro judío, en las Olimpiadas de París en 1924: Eric Liddell, «el escocés volador», y Harold Abrahams. Dos caminos distintos de alcanzar la gloria, motivaciones diferentes, dos visiones del olimpismo, una lección de auténtico espíritu runner. Con mensaje religioso y una banda sonora inmortal firmada por Vangelis, el filme se hizo con cuatro de las siete estatuillas Oscar a las que estaba nominado (mejor película, guión original, BSO y vestuario).

Pero Carros de fuego no es la única cinta biográfica sobre los atletas y los Juegos. El héroe de Berlín [Canadá, 2016] es, claro, Jesse Owens (interpretado por Stephan James) y su gesta mucho más que deportiva en la Alemania de Hitler, en los Juegos de 1936. En Prefontaine (1997) y Sin límites (1998) el protagonista absoluto es el estadounidense Steve Roland Prefontaine, que fue cuarto en 5.000 metros en el trágico Múnich 1972 y falleció con tan solo 24 años en accidente.

MARATÓN

El maratón, la mítica carrera del soldado griego Filípides, es el objetivo a alcanzar en muchas de las versiones fílmicas del universo running. Lo es para actores como Dustin Hoffman [Marathon man, 1976], con un guion en el que el running se da la mano con el thriller, como ocurre también en El corredor nocturno, producción hispanoargentina, en la que Leonardo Sbaraglia corre de noche por las calles de la ciudad para combatir el estrés. O Michael Douglas, que en Running [1979] encarna a un hombre que se queda sin esposa y sin trabajo y se encuentra a sí mismo en el momento en que se prepara para la prueba por las calles de Nueva York (impagables las escenas en las que corre vestido con traje de ejecutivo con la corbata como cinta de cabello). En Run Fatboy run (2007) -el título, por cierto, parafrasea a Forrest Gump; en España se tradujo como Corredor de Fondo- un tipo de vida sedentaria trata de reconquistar a su novia -ahora pareja de un atleta- cubriendo los 42 kilómetros y pico. Otra razón posible para calzarse las deportivas.

La que empuja al pequeño héroe de Saint Ralph (2005), una obra canadiense, es que su madre está en coma y confía en que si él logra correr el maratón de Boston (de 1954), ella quizá podría sanar. Correr para tener esperanza, correr como vía de escape al dolor. El corredor no siempre es solitario. A veces corre en grupo. Y a veces con un fondo -y una intencionalidad- de denuncia social. Una suerte de Full Monty son los cuatro colegas -algo torpes- que en The Marathon [Nueva Zelanda, 2012] deciden participar en el maratón de Róterdam para tratar de evitar el cierre de su taller. Rareza cinéfila, otra historia más de superación personal es la de un joven coreano autista que se marca como objetivo -y lo consigue- finalizar el maratón de Chuncheon. Basado en un hecho real.

Hay mucho más, claro. Más biografías, también documentales (incluido Fiz, puro maratón, del año 2014). Endurance (1999) es un docudrama en torno a la vida del corredor etíope Haile Gebrselassie. Haile se interpreta a sí mismo. Corriendo por la meseta etíope o en el maratón de Adís Abeba. En las imágenes -reales- de Atlanta´96 aparecen los españoles Abel Antón, Carlos de la Torre y Alejandro Gómez. Otro atleta etíope, Abebe Bikilia (dos medallas de oro en maratón, Roma y Tokio) es el atleta al que alude The Athlete [2009].

No solo de maratones vive el cine. Aunque es menos frecuente, algunas cintas se han ocupado de los marchistas. Lo eran Cary Grant y sus dos compañeros en Apartamento para tres (cuyo título original era Walk, don´t run, EE UU, 1966), una de aquellas clásicas comedias de enredo pero ambientada en los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964.

ROCKY O EL ENTRENAMIENTO

No se trataba de un atleta profesional, sino de un boxeador, pero correr es una parte esencial del entrenamiento de los deportistas de cualquier especialidad. Y la carrera de Rocky (Sylvester Stallone) es otra de esas imágenes grabadas a fuego en el imaginario colectivo si se piensa running. Rocky Balboa corre, corre. Corre por las calles de Philadelphia, en la playa o bajo la nieve. Pero la escena mítica -en Rocky [EEUU, 1976] y varias de sus secuelas- es la del ascenso por los escalones del Museo de Arte de Filadelfia al ritmo de la canción Gonna Fly Now (el binomio carrera-música se repite en estas películas una y otra vez). La escalinata es uno de los atractivos turísticos de la ciudad, a sus pies se instaló una estatua del boxeador y son legión los que emulan a Stallone.

CORRER PARA VIVIR

A veces la carrera no es deportiva, a veces es más salvaje, más cruel, más primaria. En ocasiones la vida depende de lo rápido que uno sea capaz de correr. Esta lucha desesperada por la supervivencia se ve, por ejemplo, en las cacerías humanas de La presa desnuda [EEUU, 1966] o de Apocalypto (dirigida por Mel Gibson en 2016). También el actor Daniel Day-Lewis se pasa media película corriendo a grandes zancadas como El último mohicano [Michael Mann, 1992]. Porque correr hasta la extenuación tiene mucho de épico.

«-¿Qué son tus piernas?-Muelles€ Muelles de acero.-¿Qué van hacer?-Llevarme a toda velocidad.-¿A qué velocidad puedes correr?-A la de un leopardo€-¿Y a qué velocidad vas a correr?-¡A la de un leopardo!»

Es el diálogo inicial de Gallipolli [Peter Weir, 1981]. Aunque se trata de una película sobre la Primera Guerra Mundial, la trama se reparte fifty fifty entre lo bélico y el atletismo, ya que sus protagonistas son dos corredores australianos que se alistan para ir al frente contra los turcos. La vida y la muerte, de nuevo a la carrera..