Cómo conocí a la mujer de hielo? Es bastante previsible: en una fría estación de esquí. En Sierra Nevada, en una de las pistas para principiantes que localizadas en la parta más baja de la estación. Era mi segunda incursión en el aparatoso mundo del esquí, un mundo exótico el de la nieve para un chico del sur y al encontrarme con ella ingenuamente creí que los hombres y las mujeres de hielo eran habituales en estas regiones lúdico-deportivas e invernales. Me acompañaba el instructor. Lo había contratado el día anterior. Era un señor serio mi monitor particular, y me sacó de mi error. Es la primera que veo una mujer de hielo, me confesó con cierto aire de suficiencia, y eso que vengo aquí todas las temporadas desde hace ya veinte años. Yo ya podía mantener el equilibrio con mi tabla de snowboard (al final lo preferí al esquí) así que le di permiso para que se fuese. Te puedes marchar, ya bajo yo solo. Y se fue, zigzagueando con suavidad sobre la nieve, pero volviendo la vista para curiosear qué hacía yo con aquella silenciosa dama de escarcha congelada.

Ella permanecía sentada en la nieve. Parecía aburrida o cansada. Fría, pensé en broma. Me acerqué despacio y me senté a su lado. Hice como que me apretaba las fijaciones pero sin apartar la mirada de ella. Casi parecía no advertir mi presencia. Estaba triste. Sí, no había duda, la mujer de hielo estaba sumida en una tristeza monótona, amarilla, ajena. Su rostro no ocultaba una pena antigua e inconsolable.

Cómo te llamas, preguntó de repente. Su voz de hielo emergió mecánica, sus ojos destilaban el invierno y concentraban, casi como por casualidad, una eternidad blanca compuesta de fríos atardeceres.

La brisa azotaba nuestros rostros y el universo pálido que nos envolvía transformaba aquella situación en una estúpida tarjeta postal de Rusia.

Pedro, respondí. Y añadí: es mi segunda vez. Quiero decir, aquí, en la nieve. No lo haces nada mal para ser un principiante. Te he visto bajar hasta aquí, seguro que pronto lo encuentras increíblemente sencillo. Siempre sucede igual. Y tú, ¿cómo te llamas? Pregunté, temiendo parecer previsible. No sé, soy una mujer de hielo, no tengo nombre. Deberías tenerlo, eres una mujer muy guapa. Sí, pero soy de hielo. Te pondré yo un nombre, Eva, ¿te gusta Eva? No sé, es la primera vez que lo escucho. Por eso, es un nombre para las primeras veces. Después añadí: tengo frío aquí, bajemos a la cafetería a tomar algo. Ella accedió sin entender muy bien qué era eso de sentir frío, que se cifraba en un tiempo originado por primeras veces.

Eva, al principio, se mostró hermética y reticente, pero a medida que hablábamos, se sentía más cómoda e incluso desplegó un agudo sentido del humor. Nos sentamos en la terraza de un restaurante que había a pie de pista. La temperatura seguía siendo baja pero, al menos, no corría la brisa gélida y molesta de los remontes. Yo tomé un café y ella un helado de limón. ¿Te gusta? Me ese helado de limón tiene muy buena pinta. Sí, no está mal, es lo único que suelo tomar, helados, granizados€ y alguna vez, soltó ya en broma, verdura congelada€

Lentamente, sentía cómo las barreras entre la mujer de hielo y yo se iban hundiendo por la insistencia de nuestra conversación. Su mirada glacial y distante se permitía emitir leves pero precisos destellos de ternura. Ecos aislados de un vago rumor. Acaricié su rostro y unas pequeñas esquirlas de hielo se clavaron en mis dedos. Ella sonrió, yo me chupé el índice, sonriendo por la sensación de precariedad que la lujuria y la inocencia del gesto conjugaban; y comenzamos a reír como dos adolescentes. Su tristeza, no hizo falta que me lo revelase, era el rédito de un exceso de soledad invernal acumulada.

En menos de una hora nos enamoramos. Esas cosas ocurren. Pero Eva era una mujer de hielo y nada resulta sencillo con las personas que están acostumbradas a la tiranía de la soledad y a la fría vida de las cordilleras. Pero el amor€

Alquilamos un pequeño apartamento en Wengen, un pintoresco pueblo al pie de los Alpes suizos. Pasaron los días, los años, la vida€ Eva era una mujer de hielo pero tenía las cosas muy claras respecto a sus sentimientos. Ella era gélida en el trato, sus caricias transportaban el tacto de un iceberg a mis manos, pero me amaba. Yo la amaba. Paseábamos por la nieve, esquiábamos y hacíamos carreras con trineo y planeábamos ese viaje a Siberia que jamás se llevó a cabo. Pero nunca hacíamos muñecos de nieve. Eso la ponía excesivamente melancólica. Quizá le recordaban a un antiguo amor, quién sabe.

El final de nuestra relación fue el resultado de la simbiosis entre mi descuido y su elemento. El 14 de diciembre de aquel fatídico y último año ocurrió lo imprevisible. Ella se quedó dormida en el sofá. Yo había salido a comprar un abeto para decorar nuestro navideño hogar. Cuando volví a casa, la temperatura en las estancias era insoportablemente elevada. Eva, Eva, grité. Había olvidado bajar la calefacción. Sobre el sofá encontré sus ropas vacías y húmedas que se abrazaban desesperadas a un novelón de Tolstoi, su autor favorito. Un charco de agua yacía inanimada y frágil sobre la alfombra. Añadí unas lágrimas pero de nada valieron ya.