Una lucha cuerpo a cuerpo

Cada vez que he escrito de Elisa Séiquer, escultora, lo he hecho de forma emocionada; en varias ocasiones, siempre recordándola en la vanguardia de la doble pelea personal y artística. No nos ponemos de acuerdo del todo cuando en algún grupo la memoria se nos escapa hacia su obra, hacia su forma de ser, a algunos les pareciera dura de temperamento. Yo aprendí a dulcificarla, a verla de otra manera, mientras le posaba para el modelado de mi cabeza adolescente en el estudio que tuvo en el edificio del Teatro Romea, en un costado. En mi sentimiento también estaba la mirada como mujer; los cuatro años que me llevaba y mi ingenua visión de la vida acababa con cualquier atisbo romántico.

Y seguí viéndola como una sonata, como un preludio, como un nocturno al piano; con aquel calor de La Alberca cuando al pie de la mimosa amarilla de la casa de sus padres modelaba el retrato de mi hermano, y mi padre rodaba un corto que hoy es esencia del recuerdo y la memoria. Con los años fui entendiendo su pelea, su guerra artística, sus emociones; empecé a sentirla guerrillera de una sociedad crítica y desvencijada social y políticamente. Elisa tomó partido; en el arte y en sus apoyos a los ideales de izquierda.

Modelaba, dibujaba y daba clases; se partía el pecho con sus obras contra el barroco que imponía la tradición; sus dibujos estaban cerca de aquellos de Jardiel; sorprendía entonces y me sigo sorprendiendo ahora, añorándola. Fuimos amigos de verdad; yo aprendí mucho de ella, de su fortaleza de espíritu y ánimo, de su vanguardia, de sus trinchera. Aprendía a combatir, también artísticamente. Creo, sin pecar de inmodestia, que ella también me recordaría si viviera, contagiada por mi afición al grabado, cuando nos intercambiamos un aguafuerte de Baroja que le entusiasmaba.

Murió joven, a destiempo (si es que alguna vez se muriera a tiempo), desdichadamente para los que la quisimos. Aún hoy si me reencuentro con alguna de sus huellas de amor, reviento de alegría interior por compartir su memoria. Su casa de la Plaza de las Balsas, su excesiva algarabía juvenil; aquella larga conversación en la Plaza de San Bartolomé cuando fui comisario de Murcia en tres dimensiones en el ámbito de Contraparada. La veo a diario en casa en sus esculturas; la siento cercana y viva, como si no hubiera pasado nada entre nosotros, como si el infinito no existiera.