Cuando llegó a la Estación, las ventanillas de atención al público estaban cerradas. Abrirían treinta minutos antes de que el próximo tren hiciera su entrada o salida, según informaba un cartel, en realidad, una cuartilla con letras impresas, pegada al cristal de una de ellas. Consultó el panel en el que se indicaban los horarios. Eran poco más de las diez de la noche y se anunciaba una llegada para las once y cinco, lo que quería decir que le quedaba casi una hora de espera.

Estaba allí para devolver un billete a Madrid que su padre había sacado unos días antes. Ella se había enterado de casualidad cuando llegó a la casa de sus padres que, de hecho, seguía siendo la suya, aunque se hubiera emancipado, gracias a la ayuda económica que ellos le prestaban, todo hay que decirlo, porque ella era muy independiente, pero estaba sin trabajo. Tenía veinticinco años y entonces estar sin trabajo a los veinticinco años se consideraba una anomalía, un motivo justificado de preocupación, un estigma sobre cuyos rescoldos se cernían los perores augurios, agravados en su caso porque, a medias fruto de la educación recibida y a medias por su carácter indómito, ella había elegido vivir en contra de todas las normas establecidas. Al final, había terminado una carrera universitaria que intentó prolongar al máximo, ya que acabar implicaba cerrar una etapa que la abocaba a otra de responsabilidades que no quería asumir. Recordaba que no tendría más de ocho años cuando un día se miró en el espejo de un armario en el dormitorio de sus padres y se dijo: «¡Nunca me casaré ni tendré hijos!». Ese fue el principio. ¿Por qué dijo aquello? o más bien, ¿por qué le pasó aquello? Ni idea. Le vino como luego le vino el sarampión y, a consecuencia de él, una enfermedad en la sangre que casi la llevó a la tumba.

Pero al final terminó la carrera e incluso empezó a dar clases como interina, hasta que, un buen día, al terminar el curso del que era su segundo año como profesora, renunció tanto a pasar el trámite de unas oposiciones que le habrían permitido cambiar su estatus, como a solicitar plaza para el curso siguiente. Simplemente abandonó y lo hizo porque la condición de funcionaria le resultaba deprimente. Le parecía que el objetivo vital de echarse a dormir una siesta indefinida y aburridamente larga era impropio de ella. De modo que se quedó sin trabajo y se dedicó a deambular de un sitio a otro sin saber que iba a hacer con su vida.

El caso es que, aquella noche, estaba en la Estación porque pudo impedir el disparatado viaje que su padre se disponía a emprender para hablar con algún personaje misterioso de quien él esperaba una intervención que, de algún modo pudiera remediar el desastre que era la vida de su hija. Cosas de los padres. Y, en consecuencia, allí estaba, en la Estación del Carmen que, a aquellas horas y en aquellas fechas de finales de noviembre, añadía un espacio de desolación en el que su propia inconsciencia se veía reflejada. Hacía frío o, mejor dicho, humedad, una humedad, que le llegaba hasta los huesos.

Sacó el libro que siempre la acompañaba en los ratos perdidos, la Fenomenología del espíritu, de Hegel. Una especulación sobre la evolutiva del espíritu a la que ella no concedía credibilidad alguna, pero que, por disparatada, le resultaba atractiva. Además del libro, para no sentirse tan sola o tan fuera de lugar o tan ridícula, había llevado consigo a su perro, Pepo, un perro sin raza, blanco, con dos manchas negras en las orejas y otra en el nacimiento del rabo. Lo había encontrado hacía ya seis años abandonado en los bajos de una obra, cuando era una especie de bola juguetona. Le hizo cuatro carantoñas y él, sin dudarlo, la siguió hasta la puerta de su casa, es decir, hasta la puerta de la casa de sus padres. Fue un momento decisivo para ambos. La vida del perro dependía de ella, pero también la de ella dependía de sus padres. Tomó la determinación y los dos subieron hasta el tercer piso, ella dispuesta a afrontar cualquier oposición; él, ascendiendo detrás, escalón a escalón.

Cuando su madre los vio no dijo nada, sólo miró hacia el salón donde su padre veía la televisión, luego la miró a ella y se encogió de hombros.

-Yo no quiero saber nada -fue su único comentario.

Antes de que ella entrara en el salón, el perro ya se había enredado en los pies de su padre,

-¿Esto qué es?

Un perro, papá€

¡Eso ya lo veo! ¡Lo que pregunto es qué hace aquí!

De poco sirvió que le explicara que se lo había encontrado y la había seguido, que era una monería y que no se le podía abandonar como si fuera un objeto.

-¡El perro no se queda aquí! ¡El perro o yo! -concluyó.

A su padre, cuando se ponía en el rol auctoritas, se le afinaba la voz debido a la impostura. Ese era su punto débil, entonces ella le contestó,

-¡El perro...!

Ninguno de los presentes, ni siquiera el propio autor de su sentencia, veía al padre en la calle y al perro en casa, de modo que el perro se quedó.

Y allí estaba, con ella, dormitando a sus pies mientras esperaban a que abriera una de las dos taquillas para devolver el billete de un viaje que no tendría lugar ni salvaría su vida del desastre.

-¡Que te devuelvan el importe! -le había dicho su madre.

Ese era el segundo objetivo de una misión, que, en algún sentido, le resultaba reconfortante y le devolvía una dosis de autoestima. En definitiva, había evitado a su padre lo que, en el peor de los casos, habría sido una humillación y, en el mejor, una pérdida de tiempo y de dinero.

De pronto, el perro, Pepo, dio un brinco.

No estaba sola en el hall de la Estación. Cerca de ella, a su izquierda, un hombre y una mujer hablaban en voz baja. Había también un chico que fumaba un cigarro tras otro y frente a ella, en el otro extremo del hall, una chica con un jersey rojo y un chaquetón de imitación a piel, con pinta de hippy trasnochada, que la miraba fijamente. ¿Era ella lo que había alertado a Pepo?

No sabía si estaba ya allí cuando ella había llegado. Se preguntó si se conocían, aunque no le sonaba de nada. Pero la insistencia de su mirada la hizo sentirse incómoda y como no tenías ganas de iniciar ningún acercamiento, optó por ignorarla. Sacó su libro, lo abrió y se puso a leer.

No llevaba leída más de una página cuando Pepo volvió a erguirse de un salto. Levantó la vista del libro y vio que la chica se dirigía, sin titubeos, hacia ella. Cuando llegó a su altura, se detuvo un instante antes de darle una patada al perro que, sorprendido, no supo reaccionar. Pepo era bastante pendenciero, sobre todo con los perros de mayor tamaño. A esas alturas de su existencia, le faltaba media oreja y estaba cosido por varias partes, pero en esa ocasión, se limitó a emitir una especie de quejido, seguramente de incredulidad y se quedó mirando a la agresora que se había dado media vuelta y se hallaba, de nuevo, sentada en el mismo sitio que ocupaba con anterioridad, como si nada hubiera pasado.

La pareja silenciosa, el chico de los cigarros y ella se quedaron exactamente como el perro, paralizados por lo inexplicable de la conducta de aquella criatura. Los tres la miraron, el chico levantó un hombro, la mujer le hizo una señal con el dedo en la sien, indicándole que se trataba de una loca y ella volvió a dudar qué hacer. Y en esas estaba, en la duda, cuando entró en el hall un chico con una pinta parecida a la de la agresora y fue directo hacia ella. Sin mediar una palabra le soltó un bofetón de película que hizo que a ella se le fuera la cabeza para atrás. El recién llegado esperó unos segundos a que la chica se rehiciera y le dio la orden de «¡Andando!», con un simple gesto de cabeza, antes de volverle la espalda y echar a caminar hacia la calle. La chica se levantó con la cabeza gacha y lo siguió como un corderito.

Al momento abrieron una ventanilla y el hall pareció despertar, envuelto de pronto en un revuelo que lo restituía a la normalidad.

Ella, tras devolver el billete del fallido viaje y recuperar el importe del mismo, salió de la estación. Volvería a su casa, es decir, a la casa de sus padres, acompañada de su perro y, una vez más, de aquella sensación de malestar a la que no podía o no quería poner nombre.