Bernard me está abrazando por detrás y ahora no tengo miedo. Hace un rato sí: hace un rato tuve una pesadilla, como ya viene siendo habitual cuando dormimos en Barcelona. Cuando dormimos Bernard y yo, sin Carmen, sin Leyre de Mar y sin el título de Hijo Predilecto de la Ciudad colgado del cabecero de la cama.

A veces no distingo bien entre lo sucedido y lo inventado. Confieso que me invento muchas cosas. Me invento, por ejemplo, que un día el simple hecho de amar a una persona de tu mismo sexo no implicará el destierro. De la alcaldía, de tu localidad, de tu familia, de la honra. De la vida. La vida es lo de allí afuera y la vida verdadera se empeña en respirar en esta pensión de las Ramblas donde cobran en efectivo y no hacen preguntas. Aquí no soy Cayetano Ballesteros, excelentísimo señor alcalde. Aquí solo soy un hombre vulgar, de cincuenta y pocos bien llevados, no muy alto, no demasiado aparente, que reserva una vez al mes, por temas del Ayuntamiento que hay que ver en la capital, y se esfuerza en no dormir en toda la noche porque quiere sentir cómo duerme su amante.

Yo vivo en Barcelona. Tengo mi domicilio, mi cargo y mi chalé en Leyre de Mar, pero vivir, de verdad, vivo en Barcelona. En las Ramblas, en el Barrio Gótico, se puede pasear. De día no de la mano, por supuesto, pero entrada la noche hay esquinas en las que a veces he visto a personas como nosotros besarse a plena luz de la Luna. No porque busquen el escándalo, intuyo.

—Es porque les quema la vida —me dijo una vez Bernard. Él tiene permiso de los dioses para hablar así, porque legal, y vitalmente, es un poeta. Poeta y cronista oficial de Leyre de Mar. La ciudad que no nos quiere—. Les quema la vida y tienen que darle en las narices. Por eso se besan en la calle, sabiendo lo que les puede pasar.

No imagino qué se puede sentir al besar a Bernard por la calle, pero creo que no quiero saberlo. Soy contradictorio, lo sé. En el fondo censuro a esas personas que tienen menos miedo que nosotros. Me pregunto si esos hombres que se besan al aire libre y se meten mano en los portales también estarán enamorados. Pero estamos en 1993 y este mundo todavía no se acostumbrado a que gente como nosotros pueda enamorarse.

—Esa gente no sabe enamorarse. Esa gente solamente tiene vicio.

Me lo escupió Carmen una vez, viendo un documental sobre García Lorca y Dalí. En aquel momento me sentí tan roto por dentro que a punto estuve, lo juro, de romperla a ella también. De decirle que oficialmente podría ser la señora del excelentísimo señor alcalde, la madre de mis tres hijos, la presidenta del club de mujeres decentes de la ciudad, la primogénita del anterior excelentísimo señor alcalde, la más digna, la más aplaudida en actos de beneficencia, pero que no tenía ni idea de lo que era enamorarse. Pero no lo dije, porque con Carmen estoy bien. El año pasado también vinimos juntos a Barcelona, por las Olimpiadas. Y luego a Sevilla, por la Expo. Carmen no tiene la culpa de no saber qué es el amor, ni siquiera tiene la culpa de lo que el maestro ya advirtió a mi padre hace tantos siglos que no sabría decir cuándo.

—Este crío lleva algo malo dentro. Póngase usted firme, don Cayetano, o le va a salir, ya sabe... artista.

Mi padre, el Cayetano Ballesteros primigenio, me dio tantos golpes aquel día que el maestro nunca volvió a dudar. Me convertí en un disfraz de mí mismo. Me olvidé de mí mismo. Así estuve bien hasta hace seis meses. Hasta que el poeta y cronista oficial Bernard Arbeloa presentó en la Casa Consistorial su antología tras 25 años de trayectoria. Y se me encendió algo raro dentro.

A veces tengo envidia a la gente normal. A veces pienso que la gente normal nos tiene envidia a nosotros. La gente normal, la gente que no se escapa a Barcelona para poder ir de la mano con su pareja, con su verdadera pareja, la gente normal no tiene secretos. O no aparenta tener secretos. Aparenta ser feliz. Y eso se me antoja muy trágico. ¿Por que nos empeñamos en aparentar lo felices que somos? ¿Por que inmortalizamos en Polaroid la paella que nos vamos a tomar en familia, la barbacoa en casa, el posado del equipo de Gobierno en la sierra, por qué medimos en afluencia de personas los recuerdos de la vida, que no la vida verdadera? ¿Por qué está bien visto alardear que no se tienen secretos, cuando tanta gente sueña, en secreto, con tener un ídem?

Sé que la gente normal nos apoyaría si nos viese en una película. O en una serie de televisión. Incluso los más cerrados, los que giran la cabeza cuando ven a dos chicos de la mano por la calle y escupen una mueca de asco, incluso esos sé que nos tendrían envidia. Imagino los cebos de los anuncios de promo de nuestra serie de televisión. «La historia de un amor prohibido». «El poder de la pasión por encima de todo». «Si es amor, se encuentra la manera». Sí, la gente normal nos apoyaría. Incluso mi madre, a sus 79 años, nos apoyaría. Se sentaría a ver nuestra serie como ahora se sienta a ver Cristal. Y diría «si los dos se quieren, qué mala pata».

A lo mejor en un futuro es diferente. A lo mejor alguien un día se atreve a hacer una película sobre una historia así, como la nuestra. Una historia, no sé, de vaqueros. De vaqueros que se enamoran en la montaña. Y le dan un Oscar. Sí, a veces no distingo lo real de lo que sueño...

Bernard nunca se casó. Sabemos a lo que se expone por no hacerlo, y lo sabemos hasta el punto de que alguna vez le he pedido que lo haga. Él se ríe, con esa risa que suena como si se abriesen de golpe todas las jaulas de pájaros del mundo, y siempre me dice lo mismo:

—¿Tú crees, Caye, que a estas alturas hay alguien en el pueblo que no sepa lo que soy?

Lo cierto es que nadie en el pueblo sabe lo que es. Nadie sabe qué ruiditos hace cuando está a punto de dormirse, ni cómo le sabe la lengua, mezclado su ser con ese tabaco negro que odio y amo. Nadie sabe que me puede recitar de memoria todo el Romancero Gitano, y Poeta en Nueva York, nadie sabe que él es el único que sabe que el médico me ha dado seis meses de vida y ni por esas soy capaz de convertirme de nuevo en mí, en yo, en el crío que iba a salir artista y salió cobarde.

—O muy valiente, Caye —me dice mi amante, aunque no sé si se lo cree—. De cobardes sería mandarlo todo a tomar viento y cargarte una familia y una reputación solo por un capricho.

—Tú no eres un capricho, Bernard.

—No, pero yo ya estoy contigo. No es necesario contárselo al público y hacer más daño. Ya bastante daño nos hacemos nosotros.

A lo mejor un día, en unos años, alguien inventa una forma de comunicación que no implique llamar al despacho del ser amado y tener que pasar por el filtro de su secretaria. O llamar a su casa y pasar por el de su esposa. Quizás un día todos llevemos en el bolsillo un aparato con el que poder teclear y que automáticamente le llegue un mensaje a esa persona. Un mensaje de «te echo de menos». Un «dónde y cuándo puedo volver a darte un beso». A lo mejor un día, y sé que voy a decir una locura, deja de ser ilegal que dos personas como nosotros, dos hombres, simplemente dos hombres, nos pongamos delante de un juez para comprometernos a lo mismo que me comprometí yo con Carmen delante de un cura. Y digo un juez porque sé que la Iglesia nunca, a los que amamos de esta manera, nos va a dar la bendición.

Y en el fondo sé que tenemos suerte. Ya habrían querido Rimbaud y Verlaine tener un día al mes, un día entero, en el que poder tocarse sin contar con el mundo. Ya habrían querido los protagonistas de El príncipe de las mareas, o Romeo y Julieta, o Abelardo y Eloísa, poder dejar de ser ellos mismos durante 24 horas y dedicar ese mismo tiempo a darse besos. Bernard y yo tenemos mucha suerte.

Y por todos los amantes del mundo, hemos de cultivar el compromiso de mimar esa suerte. De disfrutarla y venerarla, de valorarla, al fin y al cabo, en lugar de desdeñarla. No es «solo puedo abrazarte un día»: es «puedo abrazarte un día, y somos afortunados por ello». Me llamo Cayetano Ballesteros y el cáncer me va a matar sin remedio en unas cuantas semanas. No veré otra Expo ni otras Olimpiadas. Pero Bernard me está abrazando por detrás, y ahora no tengo miedo.