Ni siquiera agonizaba. Bajo el cielo pálido, sus ojos en blanco mirando al infinito. Al lugar donde la historia de la vida termina.

El vaivén del viento tampoco se atrevía en aquel momento de luto a rozarle el pelo. Todo permanecía estático en aquel sinsabor y sin sentido de la muerte.

Todo su cuerpo inmóvil, pero sus manos dispuestas sobre el pecho. En señal de descanso. Como si esperara a encontrar la paz una vez habiéndose desligado de la vida.

El maquillaje corroído en su rostro por la humedad del bosque. Sin pulso. Vestida como una muñeca de porcelana.

Se decía que llevaba en ese estado al menos dos días. Hicieron el amago de levantar sus manos y los huesos de éstas se quebraron.

Al fondo, alguien susurró que no era la primera, pues al parecer habían encontrado a tres chicas más en ese estado. Sin señales de lucha€ no había habido agresión sexual en ninguno de los cuatro casos.

De repente, todos los presentes guardaron un escalofriante minuto de silencio.

Uno de los agentes miró hacia la derecha y vio a una mujer esconderse entre los árboles. Pero no pudo distinguirla bien ni acreditar que fuera de la zona. La mujer salió corriendo del escenario del crimen, intentaron seguirla pero pronto su cuerpo se ocultó entre las sombras. Sus pasos tampoco se escuchaban a los lejos, daba la sensación de que un fantasma había aparecido por allí. Pero algo se le olvidó.

El agente miró hacia la hierba seca del suelo y vio que algo brillaba en la penumbra. Alargó su mano, pues pensó que podría ser el arma del crimen. Pero nada más lejos. La sorpresa se produjo cuando con la yema de sus dedos acarició el contorno del objeto. Un palo horizontal superpuesto sobre otro vertical. Apuntó con la linterna, sin duda se trataba de un crucifijo plateado. La pregunta era a quién pertenecía.

En aquel pueblo de Mason Hill, sobre todo a finales de los años setenta, corrían muchas leyendas urbanas sobre personas que habían escogido la senda del diablo. Una nueva y apoteósica revolución que había desbordado en un alto interés por el ocultismo y las artes oscuras. Y se había hablado de posibles crímenes rituales. Aunque una vez en la sala del forense, éste descartara el asesinato de Verónica, la joven encontrada, como una víctima del satanismo. Solo pudo averiguar su nombre por un colgante que llevaba. Pero ningún rastro existía de esa chica en todo el pueblo, ni tan siquiera en todo el condado. Era como si hasta aquel fatídico instante no hubiera tenido ningún tipo de identidad. Tampoco había reclamado nadie el cuerpo.

Ahora el forense tenía en su sala a cuatro chicas de procedencia desconocida y solo conocía el nombre de una€ claro que no era seguro que ese fuera el suyo propio.

Las semanas siguientes al hallazgo del cuarto crimen fueron un verdadero delirio. Y sin ningún tipo de pudor hubo grupos de personas que se atribuían los crímenes. Claro que la policía, con el informe del forense en la mano, fue descartando a tantos como se presentaban voluntarios para sentarse en el banquillo de los acusados.

Una mañana de diciembre de 1977 otro cuerpo fue encontrado a orillas del río de Mason Hill. Al parecer, unos niños que jugaban como cada tarde por las inmediaciones alertaron a los vecinos de lo que habían visto. Pero fue Hugo, un niño en particular, el que destilaba más tormento a la hora de contar lo sucedido. Y daba la impresión de que aquello lo hubiera visto antes. Aunque al principio nadie le dio demasiada importancia. Enseguida todos los demás niños comenzaron a hacer chistes de la familia tan rara que tenía Hugo.

Supuestamente su padre había abandonado a su madre antes de que ésta diera a luz, y esa parecía ser la versión oficial de Servicios Sociales. Pero no siempre la verdad es la que está escrita en los documentos oficiales. Desde aquel momento comenzaron a hacer imposible la vida del niño.

Y dentro de los ojos de éste se encontraba una historia familiar atroz. Aunque él guardaba silencio.

Una tarde, Hugo entró en su casa, estaba lleno de magulladuras. Los chicos del colegio le habían pegado al salir de clase. Pero él no se atrevía a contar nada de lo sucedido. Y es que tal vez tuviera miedo de las represalias que pudiera tomar su madre contra esos niños o sus familias. Así que, de algún modo, les estaba protegiendo. A ellos, a los que le agredían, a los que con él no tenían la misma piedad. Ni tan siquiera el mote ´Hijo del Diablo´ había salido a la luz.

Con el paso del tiempo las cosas se tranquilizaron bastante en la zona del río de Mason Hill. Los años cayeron como un tormento y jamás se supo del paradero del asesino ni de sus intenciones. Lo que estaba realmente claro es que ninguna de aquellas cinco chicas asesinadas era del pueblo ni se sospechaba que hubieran vivido en varios kilómetros a la redonda.

Y como suele suceder cuando ocurre algo que no te toca de cerca, al final todo cae en el más amargo de los olvidos, y en Mason Hill, después de diez años desde el último crimen, eso era exactamente lo que había ocurrido.

También se olvidaron de Hugo Slate, aunque la etiqueta de niño marginado no se la quitarían nunca. Y después de la muerte de su madre, se quedó solo en el mundo. A la misa por el funeral de su madre tan solo acudieron dos o tres vecinos, los más cercanos, y por puro compromiso.

Parecía que aquella historia también estaba destinada a dar en hueso. Hasta que varios días después del enterramiento alguien vio la foto de la madre de Hugo dispuesta sobre la lápida. El policía que estuvo presente en el escenario del cuarto crimen no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Por aquel entonces, la oscuridad, mezclada con el sufrimiento y el aturdimiento le impidió reconocer cualquier rostro, pero diez años después lo vio todo claro.

Se fijó detenidamente en el rostro que mostraba aquella fotografía, y sí, con algunos años más, pero podía ser ella. Entonces se echó las manos a la cabeza. La señora Slate había sido aquella mujer que merodeaba en 1977 por el bosque cuando encontraron el cuerpo sin vida de Verónica.

—Es ella, tiene que ser ella. Se dijo así mismo.

Aunque después de tanto tiempo tampoco es que pudiera estar muy seguro.

Y casualmente, dos semanas después de que aquel agente viera la foto de la lápida, otra chica, más o menos de la misma edad que las anteriores y sin identificación fue hallada muerta en las inmediaciones del río.

La alerta había vuelto a ponerse en marcha en todo el pueblo. Se estableció un toque de queda en el que excluían a todo aquel vecino que por razones laborales tuviera que llegar a casa después de sonar la alarma o que por el contrario tuviera que personarse en su puesto de trabajo antes de que volviera a abrir la veda.

En el anatómico forense no dudaron en absoluto. El maquillaje era el mismo, la posición del cuerpo, el peinado y la incógnita de que quién podría ser.

Una noche, Hugo Slate volvía de la funeraria donde trabajaba cuando hizo un alto en el camino. Se bajó del coche y recorrió el desfiladero hasta llegar a las orillas del río. El silencio era perturbador y solo podía escucharse su propia voz.

Se repetía a sí mismo «soy el hijo del diablo».

A la mañana siguiente encontraron otro cuerpo en la orilla del río, pero no había rastro de nadie más. Hasta que la patrulla subió a la carretera y vio un coche abandonado en el arcén. Enseguida todo el mundo supo a quién pertenecía.

El agente que en 1977 viera a una mujer huir de la escena del crimen se dirigió hasta el cementerio local y buscó la tumba de aquella señora. Pero para su sorpresa encontró a un chico de unos veinte años con una pala en la mano golpeando unos cadáveres. Había estado toda la noche cavando la tumba de su madre, en donde también se encontraban su abuela y su tío, que en realidad era su padre.

El agente quedó boquiabierto.

-Ellos son los culpables de todo. Por eso a mí me llaman ´el hijo del diablo´.

Hugo Slate ingresó en un manicomio tras confesar dos de los siete crímenes acontecidos en Mason Hill. Al parecer, su tío tenía un fuerte trastorno desde que, de pequeño, su abuela le obligara a vestirse de mujer y desde entonces quiso hacer pagar a las mujeres por todo aquel desprecio. Y la madre de Hugo fue obligada a seguirle en los crímenes y a guardar silencio.

Pero para Hugo, tristemente, ese silencio volvía cada noche a sus pesadillas vestido de inerte muñeca de porcelana.