Lucía se llamaba igual que miles de niñas de su ciudad que también se llamaban Lucía. Pero Lucía, la de nuestro cuento, sabía que ella era diferente a las demás. Y eso era porque nuestra Lucía, a quien se le daban muy bien las matemáticas, había calculado que sólo una pequeña parte de las demás Lucías tenían ocho años, como ella; dedujo que muchas menos tenían ocho años y además una hermana llamada Clara, como la suya; razonó que poquísimas tenían ocho años, una hermana llamada Clara y un hermoso gato azul, como era su caso; y ninguna (de eso estaba convencida) tenía ocho años, una hermana llamada Clara y un hermoso gato azul qué, además, ¡hablaba!

A Tomás, el gato azul que hablaba, lo conoció después de pasar una tarde en un parque abarrotado de Lucías. «Lucía, baja del árbol si no quieres que te castigue», «Lucía, deja en paz a tu hermano», «Lucía, levántate del suelo que te estás poniendo perdida», «Lucía, cómete el bocadillo»€ gritaban las madres a niñas rubias y morenas, altas y bajas, delgadas y gorditas, pecosas y sin pecas...

—Mamá, ¿por qué hay tantas niñas que se llaman como yo? preguntó nuestra Lucía un poco harta de escuchar su nombre por todas partes.

—Porque se ha puesto de moda. De hecho, hace poco leí en el periódico que llaman Lucía al tres por ciento de las niñas que nacen, es decir a tres de cada cien. Y eso, con los miles de nombres que hay y con las miles de niñas que nacen, es bastante, ¿no crees? —le explicó su mamá, que sabía lo que gustaban a su hija las matemáticas.

«Me gustaría tener un nombre más original. A lo mejor me lo puedo cambiar, pero ¿cuál me iría mejor?», pensaba Lucía, algo malhumorada, mientras se terminaba un bocadillo de mortadela y caminaba por una calle peatonal detrás de su madre y de su hermana Clara. Fue allí y entonces cuando al gato Tomás se le ocurrió entablar conversación con aquella niña que renegaba de su nombre, ya sea porque realmente estaba hambriento o sencillamente porque estaba aburrido de llevar una vida gatuna. Tomás se acercó a Lucía ronroneando, arqueó el lomo y se rozó entre sus piernas.

—¿Me das un poco de esa mortadela, niña? Tiene buena pinta y parece de pavo; mejor si es de pavo, me sienta mejor, ¿sabes?

—¡¿Hablas?! Los gatos no hablan. ¡Es imposible! ¡Mamá, ven, corre!

—Chisss. No grites más. Qué barbaridad, qué escandalosa eres. Calla, calla, nadie se puede enterar de que soy un gato parlante.

—¿Por qué?

—Porque entonces dejaría de serlo.

—¿Te quedarías mudo?

—No. Pero yo sólo hablo con quien quiero.

—¿Y por qué quieres hablar conmigo?

—He pensado, niña preguntona, que quizás tú podrías ayudarme. Dentro de poco empezará a hacer frío y me gustaría pasar el invierno en alguna casa calentita donde sean amables con los gatos. ¿Conoces alguna? Solo me quedaré durante una estación, claro; nunca me ha gustado abusar de la hospitalidad de los humanos, porque como todo el mundo sabe no distinguen bien entre acoger y poseer. ¡Cuidado, que ahí vienen tu madre y tu hermana! Por cierto, soy Tomás Grey, gato parlante y aventurero a tu servicio.

—Yo soy Lucía, una de las muchas que existen.

Tomás, y eso no se puede negar, era un gato muy guapo. Y él lo sabía. Por eso, cuando la madre y la hermana de Lucía se acercaron, se paseó ante ellas para que pudiesen apreciar bien su brillante pelaje de color gris azulado y su distinguida figura.

—¡Qué monada! Vamos a llevárnoslo. Porfa, porfa, porfa —repetía Clarita, no menos impresionada que su madre, que miraba enternecida como el minino se tumbaba panza arriba para que lo acariciasen.

—La verdad es que es precioso, pero no podemos cogerlo de la calle, puede tener pulgas o contagiarnos alguna enfermedad. ¡Oooh, qué cosita! Mirad como cruza las patas y con que ojitos nos mira€ Vamos, niñas, tenemos que irnos ya. ¡Lucía!

Cuando Lucía se disponía a seguir a su madre, el gato la chistó:

—Chis, chis, ¡la mortadela! que se te olvida y es mi cena.

Mientras la niña dejaba una loncha en el suelo, Tomás le guiñó un ojo y le dijo satisfecho:

—Esto es coser y cantar, ya verás.

Y así fue. Las niñas convencieron a su madre de que Tomás era el gato más adorable que jamás habían visto y que sin él difícilmente podrían ser felices; pero nada pudieron hacer ante la negativa tajante de su padre a recoger un animal de la calle. Por eso, decidieron llevar a Tomás a casa de la abuela Picazona, que ya tenía un gato cuyo nombre completo era Renato Froilán de Todos los Santos Orejones Patas Frías (aunque todos se refería a él simplemente como Renato); un siamés de costumbres un tanto hurañas pero de buen corazón. La abuela se alegró de la llegada de Tomasito (como ella decidió llamarlo), porque además de hacer compañía a Renato le aseguraba la visita diaria de sus dos nietas. Al gato parlante le gustó la abuela, porque estaba mullidita y le acariciaba las orejas cuando se subía en sus rodillas; y le agradó la casa, muy grande y llena de cuadros y objetos antiguos. Pero no se puede decir que el siamés le brindase una acogida demasiado buena.

—Permítame que me presente. Me llamo Tomás Grey y durante un tiempo voy a hospedarme en esta su casa, espero que con su beneplácito —se presentó el gato azul utilizando el lenguaje gatuno e intentando olisquear el trasero de Renato a modo de saludo. El siamés respondió con un gruñido poco amistoso, agachó las orejas y, con el pelo erizado, retrocedió hasta esconderse debajo de una cama, donde permaneció así durante horas.

A pesar de este comienzo tan poco prometedor, poco a poco los dos gatos fueron acostumbrándose el uno al otro y llegaron a mantener una relación, que si no llegaba a ser afectuosa sí era, al menos, cordial y educada.

—¿Ha dormido usted bien hoy señor Renato? —preguntaba por las mañanas Tomás.

—Perfectamente, gracias, ¿y usted, señor Tomasito? Por cierto, le agradecería que no volviera a tumbarse en el cesto azul cuando le da el sol por las mañanas. Me gusta echar una cabezadita precisamente a esas horas - respondía, por ejemplo, el siamés, al que no le gustaba nada que sus costumbres se vieran alteradas por ese gato tan raro que sabía hablar como los humanos.

No podía negarse cuando la niña le pedía, por favor, que le contase alguna de sus muchas aventuras. «¿Te he contado ya cuando engañé a un ogro, que era tan necio como grande y tan presumido como feo?», preguntaba. En otras ocasiones, le narraba con añoranza sus andanzas por el antiguo Egipto (donde le veneraban), las travesías que realizó cuando se enroló en el barco de un corsario vestido de negro o sus estancias en países cuyos nombres no conoce nadie y en los que pueden ocurrir las cosas más inauditas que uno pueda imaginar. Y en todas estas historias fantásticas, Lucía era la protagonista: una pobre molinera que se convierte en princesa, una reina egipcia bella entre las bellas, una pirata valiente que se enfrenta con su destino o una niña curiosa que se resiste a crecer.

Y así, entre historias de ogros, faraones, piratas y mundos fantásticos fue pasando el tiempo y los días empezaron a ser más soleados y menos fríos. Lucía sabía que se acercaba el momento en el que su amigo tendría que marcharse, por eso, cuando una tarde encontró a Tomás muy serio y con los bigotes tiesos, enseguida comprendió.

—¿Ya te tienes que ir? No te lo aconsejo, todavía refresca por las noches y podrías ponerte malo. Además, seguro que llueve —le dijo la niña con lágrimas en los ojos.

—Oh, Lucía, Lucía, mi Lucía —repitió el gato como si estuviera saboreando el nombre de la niña—. Aquella que nació de la luz, aquella que lleva la luz. Eso es lo que tu nombre significa y eso es lo que tú eres para mí, pequeña amiga. Cuando me vaya sigue iluminando a los que te rodean, no dejes que se apague tu brillo.

Aquella fue la última vez que Lucía vio al gato Tomás, que desapareció de casa de la abuela Picazona como por arte de magia. Todos le echaron de menos, hasta el siamés Renato, que ahora se arrepentía de haber sido tan gruñón. Pero quien más le añoraba era Lucía, que caminaba por la calle, con su bocadillo de mortadela de pavo, buscando sin éxito una esbelta figura gris entre los tejados o una sonrisa inapropiada entre los gatos callejeros. Tomás se había ido sin dejar huella y la niña supo que había emprendido alguno de sus maravillosos viajes.

A pesar de su pena y aunque parezca una contradicción, Lucía estaba contenta, porque, aunque todavía era pequeña, algún día recorrería el mundo y entonces, quizás, volvería a encontrarse al extraordinario gato que le hizo sentirse única.

¿Por qué no? Matemáticamente existía esa posibilidad.