Leo la emoción que transmite Katharine Graham al explicar en su autobiografía que la eligieron delegada de clase y me cuesta empatizar. Yo recuerdo mi elección como delegado en el instituto como un momento trágico. Lo mío fue un pucherazo estratégico del profesor, que se empeñó en votar en una segunda vuelta de lo más extraña. Eso lo veo ahora, claro, que mi función como delegado era muy obvia. Mi función era más o menos la de toda la vida: unir el mundo de los buenos con el de los malos, conciliador, alérgico al conflicto. Al mundo de los malos siempre he llegado a través del fútbol, siempre ha sido esa mi mejor virtud como periodista, y siempre he estado de lo más cómodo en la frontera. Como jugaba con y contra ellos más o menos me respetaban, y podía negociar cuando desaparecían los partes con las faltas y las ausencias a clase, y así mal que bien fuimos tirando. Es curioso que un puñado de adolescentes fuera lo suficientemente pragmático para ceder, pactar y hacer verdadera política, sin saber siquiera que eso era política. Es curioso que los políticos profesionales de ahora sean tan a menudo incapaces de hacerlo.

A mí, conocer desde pequeño y gracias al fútbol a los macarras generacionales me evitó más de un problema. A veces atracaban a mis amigos, pero a mí no, y eso ya era mucho, y era más.

En esa línea, recuerdo como si fuera ayer la primera vez que salí con los amigos del colegio, sin padres. A los dos minutos nos encontramos a unos de mi equipo y no sé muy bien por qué empezamos a discutir, nos pusimos pavos reales y hubo intercambio de empujones, insultos gratuitos y amagos de pelea. Aún sin recobrar el pulso y envueltos por la excitación seguimos nuestro camino y se nos apareció de frente un tipet en bicicleta. Nos preguntó la hora y Pepe contestó con velocidad y firmeza, en plan esta respuesta me la sé, que me la he estudiado. Contra pronóstico, el tipet masticó nuestra inocente amabilidad y nos la escupió a la cara. Don Tipet deslizó una sentencia memorable: «Dame el reloj o te escarcho la cabeza», y a Chus y a mí nos faltó tiempo para escurrirnos por los flancos dejando a Pepe a solas frente al enemigo, en una maniobra que debería incluirse en el salón de la fama de los más memorables actos de amistad de la Historia de la humanidad. Por suerte para Pepe justo salió un vecino del portal más cercano, y el atracador arrancó la bici dejándolo con el reloj a medio desabrochar. Llegamos entonces al siguiente semáforo, creyéndonos ya protagonistas de un peliculón, de un drama social del extrarradio, expertos en la ley de la calle. En el semáforo estaba Ismael, el cocinero del colegio, esperando que cambiara la luz a verde, y nos preguntó qué tal. ¿Qué tal? Nos han pegado, nos han atracado... Y solo llevamos cinco minutos. ¿Es siempre así esto?

No, por desgracia. No es siempre así esto.

Ser delegado no me gustaba y ahora sé también por qué. La quietud termina dándote más libertad que la acción. Hay que ser Messi, de paseo y con los hombros caídos, mientras los otros corren como locos alrededor. Hay que centrar la energía, hay que saber esperar. Mi yo de 34 años está bastante orgulloso de mi yo de 17 años, pero mi yo de 17 años odiaría bastante a mi yo de 34. La vida es un poco eso. Mi yo de 17 años leía a Bukowski sentenciar que «lo mejor es rendirse», y no. Mi yo de 34 dice que por supuesto que sí, que a menudo lo único vital es saber en qué batalla no hay que pelear, y el valor es un equilibrio difuso entre la renuncia y la conquista. A veces y sobre todo en el fútbol conviene recordarlo: somos los que estamos dentro de la sartén, no los que manejan el mango. A veces piensas que estás enfermo pero luego te afeitas y ya está.

En aquellos eq

uipos de fútbol no defendíamos el honor de ningún pueblo, ni siquiera de la ciudad, porque éramos un equipo cualquiera, uno sin identidad. Defendíamos el nosotros de una manera inconsciente. Podíamos ser totalmente diferentes, y lo éramos, podíamos tener ideas opuestas en casi todo, y las teníamos, podíamos no ser amigos fuera pero en ese momento en el que rival te mide, y nos medían, en alguna entrada fuerte, en el baile del trash talking, respondíamos siempre a una, respondíamos con un código inmemorial. Defendíamos el equipo por encima de todo y de forma natural, lo defendíamos firmes porque lo sentíamos nuestro tras años de vestuario y sin que nadie nos lo tuviera que explicar, y eso aún me parece precioso aunque no sepa qué significa de verdad.