Si tienen un animal doméstico, sabrán quién manda en su casa. Da igual si prefieren a los perros o si apuestan por los felinos, en ambos casos, aunque posiblemente más en el segundo, los humanos hemos nacido para estar a sus órdenes. Su cachorrito le exigirá con impaciencia su comida diaria a la hora en punto, mientras que si su mascota es un gato, seguro que reconocen ese momento en el que se cuela entre sus piernas reclamando que el agua no está a su gusto. Son tan cómodos, que no le pidan un esfuerzo, ellos están en este mundo para disfrutar. ¿O acaso su mascota apartaría su lata de comida favorita para cazar a un ratón?

Una sensación parecida es la que deja el Real Murcia en estas primeras semanas de competición. Aunque, la plantilla murcianista fue confeccionada para ser el rey de la sabana, para meter miedo en los océanos más inaccesibles y para pasear su bravura por las mejores plazas; de momento, los hombres de Sanlúcar prefieren vivir en cautividad, donde no hace falta enseñar los dientes ni sacar las uñas para conseguir un plato de comida diaria.

Posiblemente por ello, este Murcia manso, castrado como los cabestros que nunca serán los protagonistas cuando saltan a la arena de una plaza de toros, se refugia en el calor de su hogar para golear a un Cacereño de Tercera o a un Ejido con poca o ninguna cabeza, pero, cuando toca mostrar el pedigrí y romper los test de fiereza, lo único que vemos es a un lindo gatito.

Se notó en la primera jornada ante el Écija, un equipo modesto pero con orgullo; se repitió siete días después en Huelva y no pasó desapercibido ayer en Melilla, donde lo peor no fue empatar, sino conformarse con el empate incluso antes de saltar al terreno de juego.

En el Álvarez Claro, uno de esos campos donde los visitantes sufren el mismo síndrome que afectaba a los ejércitos del Imperio romano cuando recordaban la derrota ante los partos en Carras, el Real Murcia de Manolo Sanlúcar se vino abajo en el momento que notó que para conseguir lograr premio había que hacer algo más que esperar a que un defensa del débil Cacereño o un medio del alocado Ejido te sirva la comida. Y ante las primeras adversidades, llámese viento, llámese agallas o llámese estrategia, el cuadro murcianista desapareció como un barco o un avión que deja de dar señales en el radar.

Y eso que los primeros minutos parecían avanzar algo distinto. Repitiendo un once con dos delanteros e impulsados por el viento a favor, el Real Murcia quiso dominar. Aunque sin claridad y más a trancas y a barrancas que con criterio, los murcianistas marcaban una y otra vez el área defendida por Dani Barrios. Fueron quince minutos de acercamientos, aunque, dado que no hubo ni un disparo peligroso entre los tres palos, solo sirvieron para ver que ni Sanlúcar ni su segundo dan demasiada importancia a las acciones a balón parado, porque es difícil, por no decir imposible, ser tan previsible en los córner. Y más si de tu lado cuentas con David Sánchez.

Pero el primer gran ´uy´ no apareció en el bando grana. Como no podía ser de otro modo, la defensa murcianista se empeñó en aliarse con el contrario. Todo sucedía en el minuto 23 cuando una cesión innecesaria de Orfila a Biel Ribas permitía a Yacine asistir a un Pedro Vázquez que posiblemente hoy todavía no entienda cómo disparó fuera.

Fue ahí cuando se vio la verdadera identidad del equipo de Manolo Sanlúcar, y entre las muestras de ADN no hay rastro de fiereza. Porque ni David Sánchez, bien atado por los melillenses, ni esos extremos -Xiscu y Jara- a los que ayer les faltó filo, fueron incapaces de aliarse con Víctor Curto, el tiburón blanco de la plantilla murcianista que vuelve a casa sin pescar en las aguas del Estrecho.

Estaba el partido tan igualado sobre el césped que las miradas se posaron en los banquillos, y fue en ese instante cuando surgieron las dudas de si realmente son los jugadores murcianistas los que se han acomodado demasiado pronto a la buena vida o si el verdadero problema es el librillo de un entrenador que, por lo menos ayer, fue incapaz de repetir esa frase que dice que «si te falla el plan A, recuerda que el abecedario tiene 26 letras más».

La falla del Real Murcia estaba clara. Con un Melilla que jugaba con el viento en contra y al que le costaba demasiado dar sentido a su juego, por llamarlo de alguna manera, los granas hacían aguas en el centro del campo, un problema que se hizo más evidente cuando nada más volver de vestuarios Manolo Herrero ponía en liza a Lolo.

El movimiento del técnico del Melilla sonó como un fuerte ladrido en los oídos del cachorro murcianista, que bajó las orejas y escondió el rabo, otro síntoma más de falta de personalidad. Pero lo peor no fue el paso atrás de un equipo confeccionado en teoría para dominar, sino que lo que verdaderamente chirrió fue la ausencia de plan de su entrenador.

La reacción de Sanlúcar, además de tardía, fue simple: cambiar pieza por pieza. Si la grieta estaba en el centro del campo, el andaluz puso su mirada en el ataque, dando entrada a Chamorro por Pedro Martín. Y claro, si no tapas el problema, pues lo normal es que las cosas sigan igual.

El Murcia presumía de jugar con dos delanteros, pero nadie, y eso que esta plantilla es la plantilla de los extremos y los carrileros, era capaz de servir un balón en condiciones. Solo en el minuto 85, cuando los murcianistas ya eran un trapo en manos del Melilla, saltó al terreno de juego Elady. Era el cambio deseado por todos, pero llegó tan tarde, que nadie reparó en él. Y todo porque el Melilla se había ido animando con el paso de los minutos. Obligó a reaccionar a Biel Ribas en el minuto (73´), estrelló un balón en el larguero tras un disparo que se envenenó al tocar en Orfila y se vio por delante en el 86, cuando Rubén Martínez, ex de La Hoya, demostró que su mira no estaba bien equilibrada.

Al final un empate que vuelve a llenar de piedras la mochila de un Real Murcia que de momento solo manda en su casa y siempre que las cosas no se pongan muy feas.