¿Cómo fueron sus inicios en la montaña?

Mi padre era entomólogo por afición (estudio de las mariposas e insectos) y nos llevaba en una moto con sidecar a cazar mariposas cuando éramos tres hermanos. Cualquiera que nos viera diría que éramos la familia Tribulete. Aunque eso lo hemos mamado los seis, en el único que cuajó fuerte fue en mí, que con cinco años ya estaba durmiendo en tienda de campaña en la sierra de Cazorla o Albarracín.

¿Su padre vivía de la entomología?

No, mi padre era practicante de los de antes, que era más que un enfermero. En el barrio de Los Bloques, donde vivíamos, mi padre se encargaba de arreglarlo todo.

¿Cuándo se lanzó usted solo a la aventura?

Con 14 años cogí a un grupo de amigos y nos fuimos andando a Monteagudo. Entonces me empeñé que teníamos que subir encordados, atados, porque quizás yo había visto ya alguna película por aquel entonces. Y aunque después la montaña fue para mí un lugar donde hacer deporte, los inicios con mis padres provocaron que para mí fuera un lugar de estudio de la naturaleza.

¿También estudiaba las mariposas?

No. Lo que ocurrió fue que me enteré que en el puerto del Garruchal había tortugas e hice trece excursiones hasta que encontré la primera y me dediqué a estudiar el galápago leproso. Los tenía censados, pesados y los conocía a todos. Me volví un proteccionista de la naturaleza y por eso salir a cazar mariposas era una contradicción. Entonces me hice del Club Montañero, al que pertenecía mi padre, y empecé a escalar.

¿Qué es lo primero que escaló?

El Puntarrón, en el Garruchal. A las primeras vías que abrí, que eran muy cortas, le puse el nombre de las tortugas. Aquello era como un juego.

¿Cuándo dio el paso de irse al Naranco?

Con menos de 20 años tuve la suerte de conocer a Miguel Ángel García Gallego, quien nos espabiló a todos los de mi época. Y en cuestión de dos años estábamos abriendo vías importantes en las montañas españolas del levante, hasta el punto de que me iba al peñón de Ifach en bicicleta, que eran 170 kilómetros de la carretera de antes, cargado con toda la chatarra que llevábamos, que pesaba una barbaridad.

Pero se convirtió en su profesión.

Sí. En 1978 nos planteamos ir al Naranjo de Bulnes, la montaña más importante y mítica de España, pero no nos conformábamos con subir por la cara Este, que era la más fácil, y abrimos una vía una por la cara Oeste. Éramos unos atrevidos porque a nadie se le había ocurrido abrir una vía en aquella pedazo de pared.

¿Se podía vivir de la escalada entonces?

No, eso era aún por afición, pero a partir de ese momento sistemáticamente íbamos todos los veranos al Naranjo a escalar y en 1982, tras la expedición Sueños de Invierno, ya me quedé allí a trabajar como guía.

Pero en bicicleta hizo muchas expediciones.

Sí, en 1983 me compré una Torrox y ya hacía cosas por las montañas. Nosotros creímos haber inventado un deporte porque entonces no había llegado a España el mountain bike. Nos sacaron un reportaje en la revista Natura presentando el ciclismo extremo.

¿Cuándo salió por primera vez al extranjero?

En 1982 me invitaron a una expedición al Camerún, en la que cruzamos todo el Sáhara en julio en un coche y un día nos encontramos con 62 grados a la sombra, vamos, algo que solo puede hacer un murciano, no un asturiano. Ascendimos el Mandara y solo yo pude llegar a la cima sin cuerda y encima en la cumbre se lió a llover. Y cuando bajé estaba esperándome un nativo que me llevó a ver al oráculo del cangrejo y me adivinó el futuro. Me lo tomé un poco a cachondeo y le llegué a preguntar si me echaría alguna vez novia.

¿Aquello fue un antes y un después?

Aquella expedición me cambió la vida, me dejó marcado. Fíjate que nos invitaron a un entierro y estuvimos tres días bailando con el muerto por ahí.

¿Para hacer estas cosas hay que ser imprudente?

Rafa Cebrián, que era el más responsable, nos decía que un día íbamos a dar un disgusto gordo. Recuerdo cuando una vez volcamos el coche en Nigeria a la orilla de un río que estaba lleno de cocodrilos. Dormimos los cinco en el coche y aquello fue una imprudencia, pero me considero una persona prudente, a la que no le ha importado darse la vuelta y se ha bajado de muchas montañas para evitar peligros.

Pero hoy en día la montaña se ha convertido en un lugar de romería.

Algunos de nosotros hemos ayudado a que esto se popularice e incluso se masifique. Antes nos conocíamos todos los que íbamos a la montaña y ahora es imposible.

¿Y ante tanta masificación no se corre el peligro de que haya gente que no valore la montaña y la cuide?

Hasta los años 90, cuando las montañas mucianas aún no estaban decoradas con antenas, en las cumbres había garitas donde refugiarse, como en El Relojero. Esas casetas, que se hicieron para vigilar las sierras, nos las empezamos a encontrar destruidas, quizás porque llegó gente que no respeta y porque algunos utilizan la montaña como gimnasio. En la montaña tenemos cabida todos y no hay clases sociales, pero debemos respetarla.

Usted ha recorrido la Región de Murcia palmo a palmo. ¿Cuál es ese sitio que aún no está explotado como se debiera por su belleza natural?

Hay muchos sitios, pero lo que más me gusta es el Campo de San Juan, en Moratalla, porque todavía está muy rural y aún puedes hacer una marcha sin encontrarte ni un alma por el camino.

¿Alguna vez ha sacado la cuenta de los kilómetros que ha hecho por las montañas de la Región?

Eso es imposible. Si es que hemos grandes marchas, como la Unión Tres Sierras, que era Totana, Morrón, Alhama, Carrascoy y la Cresta en dos días, la Integral, que era todas las cumbres de Murcia en el día, o la de Espuña, que eran las dieciocho cumbres en tres días.

¿Y ahora a qué se dedica?

Sobre todo a escribir, dar conferencias y a organizar excursiones para grupos muy reducidos.