"Aquel primer día ha sido el único partido del que he salido del campo antes de que el árbitro pite el final en toda mi vida. El murcianismo fue creciendo a partir de aquella experiencia, y se quedó eternamente, al menos hasta hoy, en un amor adolescente, idealizado e incondicional, que me lleva todos los partidos a despedir al once grana con un aplauso, pase lo que pase. Disfruté aquella derrota. El resultado no era, en absoluto, lo más importante de ir al campo de fútbol a ver a tu equipo. Eso aprendí. Ahora, cuando le digo a mi padre que si aquel día hubiéramos ganado igual mi concepto del fútbol era otro, se ríe, y piensa que lo digo por evitar un mal recuerdo. Pero no es así. Aquel año ascendimos campeones a Primera División, por delante del Sabadell. El fútbol va mucho más allá de ganar o perder, y eso se aprende, sobre todo, perdiendo". (El primer día, ‘Una sola alma, artículos murcianistas’ 2011).

El 0-2 contra el Alcoyano me recordó a aquel primer día, con cientos de murcianistas largándose enfadadísimos con su equipo tras encajar el segundo gol, después de 76 minutos de insultos en tercera persona. En una fila cercana un padre tiraba de su hijo hacia las escaleras, ambos con bufanda grana al cuello. Aspavientos. El zagal bajaba hacia la calle con la mirada perdida. En el campo, los jugadores no querían mirar a la grada. Brazos en jarra, cabezas abajo… La Nueva Condomina menguó, pero al contrario de lo que podría parecer, enseguida se sintió más viva y fuerte. En segundos, justo lo que tardó el murcianismo en sentirse cómodo en el interior de esa sola alma que crece cada domingo, brotó un cordón umbilical de fuerza que unió a la grada con los once jugadores que tenían quince minutos por delante para dibujar una victoria real sobre una creencia, sobre la fe de unos cuantos miles que aún permanecían en sus asientos, y decidieron echarle huevos.

El fútbol tiene tanto para enseñar, que no se cansa de hacerlo. El arranque de rabia llegó al área como que no quiere la cosa, y con los delanteros granas metiendo la pierna hasta la saciedad, llegó con el empuje de quienes creyeron, el gol de Borja para alimentar una ilusión que empezaba a convertirse en el mejor regalo de esta Navidad. El 2-1 sirvió para hacer visible esa unión que ganó el equipo en Segunda B, cuando apenas nadie se bajó del barco para navegar por el pozo.

Los que durante 75 largos minutos no habían encontrado el camino lo hicieron de la mano del alma grana incondicional, y apoyados ahí, bregaron hasta desarticular el candado que el Alcoyano había tejido en una maraña de presión, vieja conocida pimentonera, y que mantenía en el letargo al equipo que ganó en Alicante y dominó al Elche en su casa. Y fueron Pedro y Sutil quienes se pusieron los galones para tirar de murcianismo, y esta vez sí respondió la grada. Los fieles entonaban su fe a grito descosido, y en esas, llegó el Ruso al segundo palo con la fuerza de un tren para marcar el empate. Los abrazos fueron de ascenso o título, y las lágrimas, esas de fútbol puro, cuando el hincha siente que ha sido él quien ha dado fuerzas a las piernas de Cristian García y temple al pase de Pedro.

Quedaban cinco minutos para que el milagro se hiciera real. Nadie ya dudaba de la victoria. El campo parecía haberse inclinado hacia el fondo sur, que pesaba millones de toneladas de murcianismo, y quien fue diana de las críticas durante el letargo, ese jugador especial que necesita toda plantilla, se sacó tres recortes de brasilero enchufado, y taladró la moral del Alcoyano con un golazo épico que no olvidará el murcianismo. Cuando el balón impactó con el poste el sonido metálico quebró la voz de los cinco mil creyentes, y llegó el orgasmo futbolístico de la remontada para esos que no abandonarán nunca a los suyos, pase lo que pase. Sutil apretaba su escudo y la grada enloquecía. Un 3-2 que vieron aquellos que cuando el Real Murcia encaja un gol reaccionan en pie aplaudiendo y animando, como hacia Don José Rico, el Panadero de Archena, a quien sentí llorar de ilusión en una ráfaga helada tras el pitido final, desde arriba, en su butaca celestial, agradecido ante lo que el sábado pasado logró su herencia incondicional, remontar un partido desde la fe y el corazón. Creer creó la victoria. Vale.