Juan Bautista Sanz (Murcia, 1949) habla de honestidad. Pinta poco, confiesa -cuando le «apetece»-, y, desde luego, no va «a caballo de las circunstancias comerciales»: salvo un pequeño paréntesis en el Restaurante Hispano, para encontrar su última exposición debemos remontarnos a 2015 (Secuencias y versiones en la Fundación Pedro Cano).

Lo suyo -y es un decir, porque esta rama del arte no es, ni mucho menos, su única inquietud- es la pintura; pero en el más estricto sentido de la palabra. Porque «exponer es un martirio», dice. «En el estudio, los amontonas [los cuadros], los pones uno encima de otro..., pero cuando los cuelgas se te echan encima y te pasan factura. Al menos yo, veo mis carencias», explica pocas horas después de la inauguración de 20 momentos prefabricados, que desde el pasado lunes ocupa un espacio en la céntrica galería Chys de Murcia.

En ella, el pintor -y cineasta, y articulista y archivero de la Filmoteca Regional- muestra veinte óleos que ilustran la búsqueda ´prefabricada´ de la soledad, de un «momento para pintar»: «Yo vivo solo, y a veces tengo ese auxilio, esa capacidad de supervivencia; lo que escribo o lo que pinto es un arma que tengo para no irme a la mierda». Veinte trabajos que profundizan en las temáticas habituales del pintor -figuras, algún bodegón y, sobre todo, paisajes- y entre las que, avisa, el espectador no encontrará «un afán innovador ni de invención».

Y es que Bautista Sanz es claro; y, como claro, es honesto: «Yo sé que la pintura tiene un capítulo importante en la experimentación, pero hay uno que lo supera: Estar conforme con uno mismo». Fuertemente interesado en las vanguardias de los años veinte -e incluso anteriores-, sabe que la pintura, hoy día, camina por otros derroteros, pero su actitud, ajena a corrientes de toda índole -ya sean plásticas o comerciales- dota a su obra de una pureza que es más que elogiable.

De hecho, para Bautista Sanz la pintura es un ejercicio de introspección, «una necesidad de abstracción» de lo que le rodea. De lo que nos rodea. «De lo que nos televisan». «Me abstraigo y mi mundo es ese -responde cuando es preguntado por esos paisajes ilocalizables y dotados de un aura de onírica que le definen como pintor-. Yo soy de apariencia seria, mayor, y esos achaques del alma y el cuerpo no se ven en la pintura; la pintura me favorece, es una visión grata de mis sentimientos».

Y, aun así, sigue siendo sincero. Porque no, igual sus cuadros no reflejan a su verdadero ´yo´, pero son un grito desde lo más profundo de su psique hacia el lienzo en blanco. «Me gustaría ser como reflejo en la pintura, un tipo feliz, satisfecho, dicharachero..., pero no soy tan colorista -humanamente hablando- como pudiera parecer por mis cuadros. Una vez titulé una exposición La alegría de vivir, como el cuadro de Matisse, porque sí, hay cierta alegría, lo que pasa es que los acontecimientos de la vida y la maduración del cuerpo te van desgastando, agotando, y uno con la pintura procura rechazar ese agotamiento», confiesa. De hecho, en el díptico que anuncia la exposición, la escritora Ruby Fernández habla de sus obras como una pomada «para curar heridas», «y no va desencaminada», señala Bautista Sanz.

Por cierto, en 20 momentos prefabricados hay una dedicatoria oculta: «Para titular los cuadros de la exposición he cogido veinte versos de Joan Manuel Serrat, que me parece cada vez más sabio. Su música me acompaña mucho, y este es mi pequeño homenaje».