Concha Buika, «gitana de Guinea sin bata de cola», tal y como la describió Joaquín Sabina, conquistó al público cartagenero con su fuerza animal. Tiene angustia en la voz, desgarro y penita; dicen que es la cara femenina de El Cigala, pero a Buika, ataviada con un vestido brillante que le llegaba a los pies, le sobra paño y resto. Dio una muestra de por qué, sin proponérselo, se ha convertido en mucho más que la intérprete de flamenco que recrea dolor y pasión con una voz desgarrada y penetrante. Es una artista plena, una cantante que rompe con estereotipos; se hunde en sus emociones, emergiendo de ellas con una increíble voz para revelar su alma en coplas tradicionales y fusiones de flamenco, jazz, rumba, reggae y ritmos afro-cubanos, en conmovedoras letras de amor y desamor, con el desconsuelo tatuado y su voz desgarrada e intensa, algo cascada.

Si Chavela era agreste, rudimentaria, áspera y pura, Buika maneja una interpretación más sofisticada, sin que esto signifique un juicio de valor. Las dos pertenecen a una estirpe de cantantes que ya no existen. Derrochando calculada espontaneidad y ocurrentes presentaciones hasta el sonrojo, recordaba a La Lupe cantando boleros o a Paquita la del Barrio y sus rancheras revanchistas. La Buika es una excelente cantante, y desplegó un recital impecable en el que su origen mestizo alcanzó la máxima expresión cuando su voz iba cambiaba de registro al tiempo que de idiomas.

Recital flamenco jazz

Recital flamenco jazzLa sonoridad era cálida y sencilla, y la voz de Buika caminaba de la mano de un pequeño ensamble compuesto por una guitarra flamenca, un bajo acústico, un cajón, un toque de metal con un trombón y un pequeño órgano.

Su recital comenzó con el flamenco jazz de Sueño con ella, siguió con el leleileileile (¡ay, qué difícil es la cosa del querer!) de Sí. Volveré, y pareció entrar en trance cuando interpretó Loca; también cantó alguna de esas coplas tatuadas con su marca inconfundible, estremeciendo con Ojos Verdes por bulerías y a capella, o el mejor tango en esa pieza de Enrique Cadícamo, Nostalgia, y por supuesto vimos a la Buika salvaje, esa que convierte su cuerpo en un instrumento musical y saca el sonido de las vísceras. la que aúlla a la luna como una loba para calmar el dolor del desamor, que canta con el dolor de su pecho en Mi niña Lola («la primera canción que me trajo hasta aquí», dijo); dedicada «a los añorantes como yo».

Cantó principalmente en español, pero también en inglés ( Tiger Eyes), canción con la que busca crear conciencia sobre los prejuicios, y en italiano esa canción clásica , Pizzica de Torchiarollo, que se usaba para soltar el venero de las picaduras de tarántula; al tiempo que jugó con su voz en Siboney, del cubano Ernesto Lecuona, como si fuese un instrumento, con sonidos puramente africanos.

Como una fiera en el escenario

Como una fiera en el escenarioPero lo más apreciado del concierto fueron sin duda esos momentos en que la Buika más honda arrastraba la voz y la melodía y se retorcía en el escenario como una fiera. Hubo quien la encontró excesiva en su desgarro o sus movimientos, pero es sabido que cuando sube al escenario es para prenderle fuego.

Buika, cuya voz ha sido comparada a la de Nina Simone por el New York Times, encarna una encrucijada cultural que refleja en su canto, improvisaciones, juegos de sonidos con su voz y un baile de caderas que guiaron la noche entre reggae, baladas y flamenco. Y no se olvidó de su himno, Jodida pero contenta, que la ha convertido en icono. El bis consistió en una lectura apasionada de Santa Lucía, de Miguel Ríos, tratada con ritmos latinos. Buika es una fuerza de la naturaleza; pocos artistas logran transmitir una fuerza y vulnerabilidad tan sorprendentes.

Aimée abrió la veda

El penúltimo fin de semana del Cartagena Jazz volvió a tener hegemonía femenina. Cyrille Aimée, la radiante cantante francesa, que tras recorrer los escenarios de medio mundo llegaba a Cartagena, se encargó de abrir la sesión, revelando una profundidad agridulce que hizo a los presentes soñar despiertos por unos instantes.

Aimée, que pasó por la versión francesa del concurso American Idol, es la cara de la post-modernidad, una intersección ecléctica de culturas y genes franceses y dominicanos. El resultado es brillante y políglota ( durante todo el tiempo se dirigió al público en español). Su repertorio fue un vertiginoso despliegue de Broadway, folk jazz, standards€ Su inestable objetivo estilístico se define por la mezcla creativa.

Aimee está igualmente cómoda cantando en español (Estrellitas y duendes, de Juan Luis Guerra) o en inglés: sorprendió con una versión de Blackbird, de los Beatles, arreglada por el trompetista; con ella abrió el recital y mostró su dominio del scat.

Tesitura ligera, timbre sedoso, bello fraseo, su voz es sencilla pero no inexpresiva, dulce pero no pretenciosa, y sus cuatro hiperactivos músicos, dirigidos por el trompetista Wayne Tucker, acariciaron nuestros oídos con swing alegre y vitalista, de un encanto a lo La la Land; una pizca de melancolía sin empalago. Entre versiones y composiciones originales, entre solos endiablados y scats irresistibles, corazón, ritmo y delicadeza. Cantó una composición suya, Here, inspirada en un smartphone que se le cayó en el inodoro, y cuya pérdida le supuso un tiempo de felicidad; le puso ritmo tropical a Three little words, hizo juegos vocales con su looper en una canción (Dawn) que la trasladó a Nueva Orleans sobre una base hip hop, y recreó Off the wall, de Michael Jackson.

Cyrille Aimée domina el lenguaje musical, las palabras cantadas; no busca el efectismo, canta casi con timidez. Deposita su confianza en las canciones, en sus músicos (que la respaldan como a una florecilla saltarina), en el publico, con un feeling increíble y une soberbia musicalidad. La atmósfera swingueante, que honra la tradición sin encadenarse al pasado, lo envuelve todo, y al final quedó como una sensación de fulgor dorado, de alegría, de aroma floral.