Mi madre me decía que escribir era la vaga ambición de guerrear contra mil enemigos y seguir vivo. Que me leyó y supo que no debió permitir que la sacaran del combate. Que escribiera contra todos, me decía, y a pesar de todos. Que no les llevara paz sino la espada€ Que dejara de hacerles caso a todos y de una puta vez (pag. 102).

No vinimos aquí a redactar, damas y caballeros, bestias y diablos: vinimos a cortar gargantas (pag. 117)

Hay muchas alusiones bélicas en estos seis relatos en los que Antonio Ortuño se sirve de un alter-ego, Arturo Murray, protagonista de todos ellos, para proponernos un recorrido por las relaciones entre escritura y vida.

Hay deseos de venganza por las afrentas sufridas en los dos primeros, ingrediente indispensable en el combate. Un trago de aceite, que abre el volumen, es de una crudeza y de una ternura entrelazadas difícil de lograr.

- Tú escribes€

Le dice al niño junto al que ha sufrido un abuso sexual inexplicable, observado por un espectador que añade dosis de crueldad al relato.

-Escribe de esto un día. Un libro.

- Que lo lean. Que arranquen las hojas. Y se las traguen.

Formalizamos, en silencio, la promesa (pag. 25).

La promesa de escribir de un niño mentiroso (por vanidoso, por inseguro€), de once años, ganador de un concurso local de escritura cuyo ganador nacional será premiado con fotografiarse junto al presidente de la República.

- ¿Por eso escribes? ¿Por mentiroso?

Le interroga la niña sabia. La escritura como mentira necesaria para hacer más soportable la realidad.

Sin embargo, a veces la venganza literaria no es suficiente, como en El caballero de los espejos, en el que la disyuntiva entre armas y letras retorna, cervantina, y el narrador se decide por ambas.

Las armas, buen señor, las armas o las letras.

Tenía lo necesario.

Sólo habría que ponerle palabras.

Y llamar al banco, desde luego. (pag. 39)

Pero continuemos con los paralelismos bélicos: hay también batallas en la serie televisiva Reinos desaparecidos, en la que Murray participa para salir de uno de sus frecuentes apuros económicos; una peripecia de la que da cuenta en el tercer relato, Quinta temporada. Los solaris contra los boa-boas, una epopeya exitosa que acaba por modificar el lenguaje del propio guionista. Al final de su experiencia televisiva, contaminado por la grandilocuencia épica de la serie (que curiosamente está toda ella subtitulada, pues los actores hablan el lenguaje inventado por su autor original, Knut Mandelstamm -y aquí podríamos establecer un debate sobre la autoría colectiva, la desaparición del autor, la imagen como heredera de la épica), Murray-Ortuño puede ofrecernos este largo cuento, el más divertido del conjunto, pero también el más triste, el que encierra hacia el final una nueva reflexión sobre la escritura.

Pues la escritura es el motivo que guía este libro de relatos o, si lo prefieren, esta novela en fragmentos, que Ortuño ha decidido, autorizándose a sí mismo con una libertad quijotesca, entregarnos: deja de hacerles caso a todos de una puta vez, le decía su madre.

Poco importa adecuarse o no a un género si el resultado transmite la emoción y la vida como sucede aquí. La de Arturo Murray se mezcla sin cesar con su escritura, de modo que sabremos de su familia, de sus hijas, de su madre (a la memoria de la de Ortuño va dedicado el libro), ampliando el zoom, dando profundidad y extensión a lo que se nos muestra.

Tras su experiencia como guionista de Reinos desaparecidos, cuyo estilo, afectado por las exigencias de la serie, es muy distinto al de los dos relatos anteriores, pues se desliza con ironía hacia la caricatura o el esperpento, Murray confiesa su confusión:

El último reino desaparecido fue el mío.

Y se preguntarán qué cosa escribe uno cuando se volvió un retrato, una estatua, un diploma, cuando se deformó para pensar en el placer de una multitud sorda antes de pulsar una letra del teclado, cuando parte los textos en incisos para abrir espacio a que los demás coloquen acotaciones y comentarios.

Tengo la respuesta:

Escribe esto.

Y también un mensaje:

Ayúdenme.

Estoy aquí.

Atrapado.

Todos, en verdad, lo estamos (pag.73)

Quizás es a causa de esa prisión en la que la necesidad económica ha convertido momentáneamente su escritura, que el siguiente relato que nos entrega sea Provocación repugnante. Un encuentro de ficción entre Walter Benjamin y Mijail Burgákov (Benjamin estuvo en la Unión Soviética el año en que transcurre el cuento) donde la obra del dramaturgo, admirado por Stalin, Kabo, es amenazada por un joven revolucionario, Iván, mientras los dos primeros fuman en la puerta del teatro sus respectivos cigarros, con el frío y la noche de Moscú como escenario.

€ y las palabras decididas por cada cual, sin haber sido caviladas antes por las juntas del partido, no caben aquí y estorban y son adornos insoportables. La literatura colapsará. La literatura debe ser destruida. Y eso sucederá. (pag. 89)

Amenaza Iván, mostrando el ideario cultural de la revolución bolchevique.

Por que La vaga ambición nos habla también de los totalitarismos que amenazan a la literatura: la publicidad, las series televisivas, la ignorancia de unos adolescentes que prefieren asistir antes al encuentro con un músico popular, El Pájaro Cu, que a la presentación de un libro; nos habla de la censura interna del escritor, o de la externa que se le impone por la dictadura política, o por esa otra dictadura que es el mercado, la audiencia, la necesidad de ganarse el pan que acaba por poner en peligro los ideales y el estilo.

No podemos eludir en Provocación repugnante el guiño intertextual a Benjamin, cuya obra, El narrador, escrita en 1936, seis años después del encuentro ficticio con el dramaturgo ruso que Ortuño recrea, anunciara que el arte de la narración está tocando a su fin. Ya nadie está interesado en escuchar historias, porque, nos dice Benjamin, desde los soldados de la Gran Guerra Mundial: «Comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos».

Paul Ricoeur nos advertía también sobre la creciente dificultad de hacer experiencia comunicable que nos acecha, de quedar prisioneros de las imágenes, pues sin experiencia no hay memoria, y sin memoria no hay literatura.

Un periodista despistado confunde un libro sobre la cría de perros que Murray lleva en su mano con la última obra del autor que tiene que entrevistar, en el relato El príncipe con mil enemigos. En él, Murray cuenta en tono esperpéntico unas citas promocionales que nos muestran las servidumbres del escritor: conseguir la atención del público frente a un auditorio aparentemente iletrado, o responder a una provocadora estrella de la televisión; además de la patente incompatibilidad del formato de los medios de comunicación con la literatura. El autor, que intenta salir airoso, se desconcierta frente a unas preguntas oportunistamente extraliterarias, dirigidas a dar carnaza a la audiencia, mientras sufre íntimamente por la inminente muerte de su madre.

De la información como elemento distorsionador del arte de narrar: casi nada de lo que acontece beneficia a la narración y casi todo a la información, nos advertía también Benjamin, de quien el narrador afirma en el relato que le da vida:

Aunque escribamos, aunque finjamos pensar, somos tan asombrosamente indignos de nuestros mayores que tan solo esperamos el momento de traicionarlos y abandonarlos.

Estamos condenados a ser sus perseguidores.

Sus ejecutores (pag. 91).

Matar también a los padres literarios, la ansiedad de la influencia que ya identificara Harold Bloom en el fondo del corazón de los escritores (varones, solo de los varones, pero esto es otra historia), la necesaria interrogación de los modelos.

Ni epopeya oral ni épica heroica, pues de ambas parece ser heredera la imagen, el cuento y la novela abandonan los parámetros de la narración convencional para adentrarse en territorios nuevos, ¿cuáles son estos? ¿qué es necesario contar y qué no?

Es preciso contar la vida, el entrelazado entre la vida y la obra, parece respondernos Ortuño-Murray. A ese lugar fronterizo apunta directamente el relato que cierra el libro, La batalla de Hastings, que, a mi entender, resume la poética del autor con un magnífico colofón.

Murray imparte un taller de escritura a unos jóvenes alumnos, muchachos rotos, incompletos, torcidos. Tan rotos como el mismo narrador, cuyo alcoholismo naciente provoca el enfado de su mujer, cuyos mensajes recibe mientras imparte su clase. Escribir desde el rencor, escribir para ligar, escribir porque se está roto e incompleto. Escribir guerreando.

Pero, sobre todo, el relato nos sitúa en la frontera entre la verdad y la mentira, interroga el poder de la ficción para convertir las guerras en gestas; señala cómo la falta de reconocimiento del escritor puede desembocar en tragedia; o desvela el consejo falaz del maestro al alumno que lucha por publicar su primer manuscrito, que el maestro ni siquiera ha leído. La escritura como riesgo, abordarla con el ánimo con el que los vikingos entraban en batalla: cantando. Así le aconseja Murray al alumno barbudo que duda entre entregarse en cuerpo y alma a una obra por hacer o dejarse llevar por la vida.

Usted se la jugó, supongo, alguna vez, maestro. Así que dígame: usted qué haría. Perder lo único que me queda o conservarlo y dedicarme a la pesca, a la tablajeada, a las tuberías llenas de mierda.

Combate, le dije porque era jueves y me pondría borracho al salir. Pelea, canta y pelea, carajo. Para eso es que estamos aquí.

Me arrepiento, a veces, de estar aquí. (pag. 113)

Apunta, en fin, el autor en las últimas páginas a la impostura, a la mentira consciente, no solo en la ficción, al ejercicio de un rol de ´escritor´ que traiciona la verdad, que se abandona a la actuación teatral como a una borrachera, a la progresiva ambición de un yo literario que acaba contaminando la propia vida, abocándola al engaño y a la hipocresía, para salvar lo que sea que pensemos que es la literatura.

Ahora mismo lo que haré será sentarme, respirar hondamente, y mentir, y mentir (pag. 118).

Y sin embargo, hay toneladas de verdad en estas páginas que surgen del ejercicio de la mentira pues, como le confiesa Zuckerman a Philip Roth en la carta que abre su libro, Los hechos, se transmite mejor la verdad a través de la ficción que cuando queremos contar exclusivamente los hechos. En la ficción o en la frontera. En definitiva, nos parece, mentir o decir la verdad es también una vaga ambición, pues esta se nos escapa, se escabulle, se metamorfosea. La verdad se estiliza siempre con el uso mismo de la palabra, se aloja en otro sitio, muestra al mismo tiempo su presencia y su ausencia en la escritura.

Escribir es una ambición vacía, sin firmeza ni consistencia, tan peligrosa como inútil, a la que, no obstante, algunos nos empeñamos en dedicarle la vida.

Breve y muy bravo este nuevo libro de Antonio Ortuño, que recomiendo.

Presentación. En Educania (Sociedad, 8, Murcia). 6 de junio, a las 19,30h.