La lucha por la supervivencia, por no desfallecer y caer a mitad del camino. En la vida real y en el escenario. Once 'ejemplares únicos' salen a escena, dispuestos a participar en una cruel competición por dinero. «Por lo mismo que ustedes han salido esta mañana de sus casas», afirma el maestro de ceremonias, el jinete que, fusta en mano, no busca la sumisión del animal, sino que acabe disfrutando de lo que se le pide. Recuerda a los espectadores que la necesidad y el cansancio muestran la mejor y la peor versión de cada uno y, dispuesto a «separar la morralla de la excelencia, la genética prescindible de la imprescindible», da comienzo al maratón de baile. Los 'malditos' empiezan a danzar.

Alberto Velasco dirige la libre adaptación de la película de Sydney Pollack, basada a su vez en la novela de McCoy ¿Acaso no matan a los caballos?, que se vio el viernes en el Teatro Circo Murcia. Viajamos a la época de la Gran Depresión, cuando en Estados Unidos se organizaban concursos donde parejas bailaban de manera continuada, día y noche, hasta acabar extenuados, hasta que solo quedaba una. La más fuerte.

La adaptación teatral se centra en ese maratón de baile. Hipnótico, angustioso y real. Cada función es distinta. En cada representación, la fuerza de los actores/concursantes, el azar y el público van construyendo un final diferente. Nadie sabe quién ganará, y esta apuesta de Velasco y del dramaturgo Félix Estaire hace que aumente la tensión en el patio de butacas al mismo ritmo que los jadeos de quienes no dejan de bailar. La competición es real, como en la vida. Unos miran, cómodos, mientras otros se dejan la piel, tragando tierra y levantándose una y otra vez. Como en la vida. Porque cuando no es una crisis, es otra. Cuando no es una lucha, es otra. Y todos, ya nos lo advierten desde el escenario para que no lo olvidemos, seríamos capaces de comer carne humana.

Los once actores/concursantes realizan un magnífico trabajo en esta obra a medio camino entre el teatro, la danza y la performance ganadora del Premio Max Revelación. Un trabajo de una potencia visual subyugante. La escenografía de Alessio Meloni, decadente, sucia, reflejo de una fiesta que se acabó; la iluminación de David Picazo, delicada y llena de matices; el vestuario de Sara Sánchez de la Morena, harapiento; la música de Mariano Marín, conmovedora y complementaria a una magnífica selección de temas de Édith Piaf, Ella Fitzgerald o Kurt Weill. Todo arropa la actuación coral de los actores y sus coreografías, creadas por Velasco con el asesoramiento de Chevi Muraday, en este espectáculo que fascina, sin que uno sepa muy bien dónde fijar la vista en el escenario.

Se lleva muchas miradas, merecidas, Verónica Ronda, la extravagante cantante. Cuando habla, cuando canta, cuando se retuerce grotesca en el suelo. Cuando es protagonista y cuando está en segundo plano. Cuando, puro desencanto, porque «los sueños no se pueden volver a soñar», abandona el escenario... Junto a ella, el maestro de ceremonias, que el viernes fue el propio Velasco, cuya interpretación, sin embargo, no está a la misma altura que su trabajo como director y a quien para este personaje le falta fuerza y presencia, una crueldad más real.

Cierto es también que en Danzad malditos hay momentos en los que los textos de los personajes, muy escasos, no llegan como deberían, sin dar oportunidad al público de acercarse un poco más a esos once 'malditos'. Simplemente una pequeña presentación y una despedida más o menos acertada. Quizá por ello queda cierta sensación de vacío que, por supuesto, no empaña la certeza de haber disfrutado de un montaje hermoso y magnético, de haber participado de algo vivo, emocionante, único.