Ulises, Ahab, Garfio, John Silver, Barbanegra e incluso Nemo, aunque navegase bajo las aguas. Marinos, piratas, bucaneros... la lista de hombres de mar es interminable. A ellos se une ahora el cartagenero Rubén Santiago, aunque él suelta amarras en su imaginación y sus cartas de navegación y su astrolabio tienen forma de papel y lápiz. Tras más de diez años llenando las bodegas de su particular barco con historias, el escritor publica ahora Ultramar (Malbec, 2016), un libro de microrrelatos que tienen, cómo no, al mar como línea conductora. Para ello, el autor se ha rodeado de una tripulación de lujo: Dionisia García prologa esta aventura con sabor a sal y el artista plástico Jorge Fin pone las imágenes.

¿Por qué el mar?

Es mi vida. Yo nací en Cartagena, pero me tiré toda mi infancia en Santiago de la Ribera, en el Mar Menor. Recuerdo esas sensaciones de los primeros años, que se te quedan toda la vida, de esos veranos que duraban tres meses: mar, playa, amigos, jugar... Siempre el mar, siempre ahí.

Así que escribir Ultramar era inevitable.

Estaba claro que si escribía algún libro tenía que tener el mar. Y al final ha sido el total del libro.

¿Qué misterio se esconde en las aguas del océano?

El mar lo es todo. Nosotros somos el mar y el mar es nuestra madre; en él está la vida ¿Sabes que yo bebo todos los días agua de mar? Tiene un altísimo porcentaje de similitud con nuestra sangre, así que es el lugar al que todos tenemos que volver.

¿Y qué es Ultramar?

Aunque pueda ser sencillo, un buen microrrelato tiene que encerrar mucha intertextualidad y decir muchas más cosas de las que se dicen. Creo que los de este libro cuentan muchas más cosas de las que a simple vista hay. Lo que tenía claro es que yo no iba a publicar un libro de 'cuentitos' sin que alguien que tuviera criterio no me dijera que valía.

Es un libro de mar, pero no de verano.

A mí me parece fantástico que la gente lea solo con el fin de entretenerse, no voy a ir con el rollo de escritor cultureta, pero sí creo que la lectura es un proceso que hace que cada vez quieras mejor literatura. Respecto a Ultramar, no es un libro de verano. ¡Qué va! El mar es el hilo conductor que a mí me sirve para crear aventuras. De un detalle histórico hago una historia.

¿Qué tiene de positivo el microrrelato como fórmula literaria?

En estos tiempos de velocidad en que vivimos es interesante tener algo que no va a requerir mucho tiempo para su lectura, pero que sirva a dejar algo en la cabeza del lector, que le haga pensar. El microrrelato aporta eso: rapidez y, al mismo tiempo, un poso. Para bien o para mal, pero que te haga pensar. Hacer microrrelatos parece sencillo, pero no lo es. Un libro así no se escribe en dos verano, son años de trabajo.

¿Es un género menospreciado por el público?

Si tú lees a Borges, a Cortázar, a Juan Ramón Jiménez..., todos han hecho microrrelatos, aunque no se llamaran así. Ese es el canon. Y luego, hay grandes autores que no son tan reconocidos, pero sí hacen un gran trabajo: Andrés Neuman; Ana María Shua, que para mí es la maestra del relato, o Fernando Iwasaki. Es cierto que en Centroamérica parece que hay más tradición que aquí. Nosotros parece que los miramos por encima del hombro, pero tenemos mucho que aprender de ellos. Llevamos el poso de conquistador, cuando realmente allí hacen cosas de las que nosotros estamos a años luz.

¿Qué armas se necesitan?

La curiosidad por el saber, la cultura, el amor por la belleza y dominar esos demonios interiores que tenemos; tener un feeling con las palabras; con una historia; con saber, con muy pocas palabras, decir muchas cosas. Pero, sobre todo, para ser un buen escritor tienes que leer. Y cuando ya has leído muchos, muchos años, puedes coger un boli e intentarlo durante otros cuantos.

Rubén, ¿por qué ha tardado tanto en publicar?

Empecé a escribir hace más de diez años a través de talleres de escritura con los que he aprendido mogollón. También me han hecho abrir la mente hacia otras lecturas a las que no habría llegado solo y a conocer a autores como Clara Obligado y Eloy Tizón. Desde ahí he pasado muchos años escribiendo, he publicado en algún lugar con otros autores, pero no me he atrevido a publicar hasta que no he visto claro que tenía algo medio decente.

Y ya está aquí.

¡Y casi no me atrevo ni a abrirlo! Soy muy crítico: volvería a revisarlo, a rehacerlo, a quitar, a poner... Estoy deseando pasar a otra historia. Lo quiero, es mi niño, y en él estoy yo. Por eso, creo que hay que tener un respeto por la gente que se va a gastar unos euros en tu libro y darles algo que merezca la pena.

¿Seguirá navegando en el ámbito de la literatura?

Sí. Tengo una novela escrita desde hace muchos años. La retomo, la dejo, la vuelvo a retomar... Creo que faltan muchos años para que vea la luz, porque es un proyecto muy ambicioso y porque yo pienso mucho lo que escribo. Le doy muchas vueltas: en el súper, en la calle, en mil sitios. Y luego, lo mismo me pongo una mañana en el ordenador y no logro terminar una línea. Escribir es muy duro, yo sufro mucho.

¿Cómo llega la colaboración con Jorge Fin, que ha aportado la portada, la contra y las ilustraciones interiores?

Es un pintor madrileño afincado en Molina de Segura al que yo sigo desde hace 20 años. Es un tipo que hace una pintura que a mí me gusta mucho. Contactamos por las redes y me invitó a su estudio. Ahí ya estaba leyendo los relatos que yo publicaba en LA OPINIÓN [los publicó el pasado verano] y cuand0 tuve el libro le pedí la portada. De ahí pasamos a la contraportada y, al final, se han sumado el resto de las imágenes que acompañan a los textos.

Y también navega en esta aventura junto a Dionisia García, que le ha hecho el prólogo.

Ella es todo amor. La conocí cuando inauguramos la calle donde vivo, que lleva su nombre a propuesta mía. Cuando se lo comenté, no se lo pensó dos segundos. Todo va sumando en el libro.

¿A quién le está agradecido?

A los libros que me dejó mi abuelo, un maestro republicano que lo pasó regular y que estuvo cinco o seis años sin poder ejercer. Paso esa época pescando en el Mar Menor para dar de comer a mi madre y a su familia. También el tuvo una calle con su nombre donde vivía: calle Maestro Gabriel Pardo Zapata.