Dicen de Melody Gardot que es una de las grandes divas del jazz del siglo XXI. A los 19 años sufrió un gravísimo accidente, y lo superó gracias a la música. Es atractiva, posee una bonita voz y disfruta dando un giro de atrevida frescura a viejos estilos; todo eso lo comparte con Norah Jones y Diana Krall, pero Gardot merece ser considerada por su propia identidad. Su originalidad y su vasto talento musical brillan con fulgor. Anda siempre reinventándose, y ha creado un personaje visualmente atractivo que parece sacado de una novela de Raymond Chandler; camina por el escenario como si fuera una espía o una ladrona, pero sólo te roba el corazón. La dama de negro viste una simple camisa sobre unos shorts, botines de tacón de aguja fina -olvidado ya aquel bastón que le acompañaba al comienzo de su carrera-, gorra negra y sus imprescindibles gafas oscuras.

A los pocos minutos nadie queda indiferente a las cualidades vocales de una artista que con un aparente mínimo esfuerzo muestra una prestancia inusual, acompañada de un sexteto de músicos a los que cede el protagonismo de manera generosa en varias ocasiones (las intervenciones de Irwin Hall Jr. al saxo y Shareff Clayton en la trompeta constituyeron lo más destacado).

Same to you fue el primer tema de la noche, un corte funk con acentos rock donde Melody Gardot entresaca su status de estrella solo en contados momentos: cuando suelta largos discursos en porteño -como dijo ella-, o cuando invita al tímido público a participar en las canciones.

Melody Gardot entona un cántico lúgubre, y convierte Same to You en una marciana exhibición de soul agitado: su voz gruñe, aúlla y ruge como una leona glamourosa. Siguió con Bad News, del nuevo álbum Currency of Man -una especie de canción de amor a Tom Waits que recuerda a Fever de Peggy Lee -; comienza amenazante con el saxo, y el escenario bañado de estridente luz roja a modo de pecaminoso cabaret de entreguerras. La canción avanza a un ritmo de blues lento y suave, inexorablemente amenazador.

Regalo de vivir, repite en Mira, una suerte de samba donde mezcla idiomas y esencias. Se sienta al piano, donde suena más intensa que a la guitarra, para hacer Goodbye y la emocionante March for Mingus (largo homenaje, claro está, a Charles Mingus); toca notas turbias, la batería ataca y el saxo se abre paso en la oscuridad, hiriente como la linterna de un policía. Irwin Hall toca dos saxofones a la vez, aullando en estéreo. El sonido es como el de una sirena que anunciara un bombardeo, y pone el contrapunto a la libre y sentida versión de See Line Woman, de Nina Simone.

También hizo un guiño a Chet Baker en You Don´t Know what, mientras su voz sinuosa zigzaguea entre los instrumentos con un bajo plañidero y cáustico. Vendría luego la fresca Morning sun a la que seguirían dos temas de su disco My One and only thrill. La vida sin amor es nada, insistía en Our love easy, donde pidió a los enamorados que se besaran. A partir de ahí es como si hubiera salido de su concha y remontó el concierto. En Baby, I´m a fool, coge la guitarra, el batería sale con la caja y se dirige al borde del escenario buscando el contacto del público. Mitchell Long vuelve a la guitarra eléctrica para Preacherman, y su estrépito sacude el auditorio con ira, muy apropiado para esa oscura historia sobre la violencia. El teclista conjura torbellinos de sonidos surrealistas. Mitchell Long evoca a Hendrix y cierra el círculo del concierto llevándolo a un tormentoso final.

Gardot tiene en todo momento un perfecto control de la situación. La música parecía emanar de todo su cuerpo. Como despedida, una interpretación de It Gonna Come; la voz de los vagabundos que deambulan sin rumbo ni destino se alzó en esta canción en la que el público hizo de coro gospel.

Billy Holiday, Ella Fitzgerald, Anita O´Day, Peggy Lee... Melody Gardot conecta con todas ellas en su historia de dolor y superación.

Sin muros musicales, ni sociales, ni fronterizos, Dorantes combina y funde, amable e inteligentemente, algo más de tres mundos: la música clásica, el flamenco, el jazz y otros cuantos afines. Dejó muestra fehaciente de su capacidad como compositor y pianista, de saber adaptarse a diferentes circunstancias y planteamientos. No en vano mantiene, de forma esporádica, el trío Free Jazz Flamenco Ensemble con el contrabajista García-Fons.

Dorantes y Renaud García-Fons han inventado nuevas variaciones para los estilos flamencos tradicionales, aportando un buen ramillete de falsetas jondas. Es curioso cómo se complementan estos dos instrumentos, estos dos intérpretes, ya que el contrabajo aporta tierra, pero a veces se eleva a alturas líricas asombrosas. Igualmente el piano de Dorantes, que es puro dulce, a veces se quiebra en el arco de Renaud García-Fons y nos regala un intimismo y una familiaridad muy emotiva.

Paseo a dos, el disco que han firmado ambos y presentaban, nos lleva muy lejos, con sencillez y naturalidad . Porque Dorantes y García-Fons, con ser grandes intérpretes, son ante todo virtuosos de la elocuencia.

Ambos instrumentos, piano y contrabajo, son solistas y bases, rítmicas y armónicas en este recital. Al contrabajo de cinco cuerdas, Garcia-Fons se deja reconocer por su manera particular de utilizarlo, al que extrae sonoridades que recuerdan a la guitarra, el violin o el cello, y Dorantes parece dejarse llevar por ese entusiasmo hasta estirar y golpear las cuerdas de su piano . El concepto, maravilloso, largas composiciones en las que se alternan las melodías envolventes con arreglos de enorme efectividad, es jazzístico y flamenco, pero incorpora otros sonidos, otras latitudes, otros tiempos.

Primero salieron los dos e hicieron unas rondeñas y bulerías saltando de un palo a otro. Luego se les unió, con vestido de tiros largos, la cantaora Esperanza Fernández: cantó una soleá («De mis abuelos yo aprendí que los árboles se hacen viejos si tienen sana la raíz») y prendió de inmediato en el corazón del público. Siguió solo Dorantes al piano haciéndolo sonar como una guitarra, y luego otro solo de Renaud, muy preciso, y con una fascinante capacidad melódica, al contrabajo con su mágico toque al arco, para regresar nuevamente Esperanza, que cantó una impresionante malagueña con delicadeza e imaginación. Al conjunto se unió el baterista Javier Ruibal, hijo del cantautor, que realizó un trabajo de percusión muy rico tanto en sonoridad como en técnica: baquetas en ocasiones, escobillas en otras. incluso las manos, dando una sonoridad muy diferente además de muy poco común; suave, el contrabajo toca como una guitarra, se proyecta el piano en los espacios aéreos, se retoma el flamenco, se improvise en jazz, y se integran colores impresionistas.

Continuaron con un Garrotín de serenidad flamenca, pues esta emoción también forma parte de lo jondo. Y unas bulerías Sin muros ni candados, que desembocaron en La caravana de los Zincalis con un aroma de romanticismo a modo de ´gymnopedia´, de nuevo con el cante de Esperanza Fernández recordando una noche de Triana. Superlativo.