El mensaje de Varakei es el mismo que el de Hakuna Matata de El Rey León: Vive y sé feliz, vive y deja vivir. Y un poco el mismo que el de aquel mandamiento cristiano: «Amaos los unos a los otros».

En su historia oficial, la de los libros, Ícaro perece en el mar. Se estrella, después de cometer el más grande de los pecados capitales (el de la soberbia) y pretender alcanzar el Sol con unas alas de cera que le había construido su padre, Dédalo, el creador del laberinto del Minotauro. En la ficción que el Circo del Sol pone en escena hasta el domingo en Murcia, Ícaro no sólo sobrevive, sino que vive. Vive con mayúsculas, porque hay vida después del abismo. Y eso es precisamente lo que se encargan de recordar al malogrado joven los personajes bucólicos, sublimes y fantasiosos que se cruza en su periplo por un bosque ideal. Un bosque mágico que salva a las personas que oficialmente no tienen salvación. Una suerte de redención pagana que viene a recordar a los humanos, espectadores de la obra, que «tal vez no seamos héroes, pero aún seguimos vivos», como dice aquella canción de Ismael Serrano.

La función es muy Alicia en el País de las Maravillas, un poco Jardín de las Delicias, tiene algo de bacanal y bastante de Sueño de una Noche de Verano. Es un fauno, al que da vida Andrey Kislitsin, quien lleva el peso de la escena.

Las alas de este Ícaro no son de cera: son de plumas blancas, blanquísimas como su ropa. El Ícaro de Varekai es un querubín. Un querubín que tarda como medio minuto, desde su sutil descenso al escenario, en quedarse prendado de una especie mantis religiosa verde que le sigue el juego. Un Serafín al que le arrebata más pronto que tarde las alas un personaje vestido íntegramente de negro que pronto se identifica con lo que es: el malo.

A la media hora de espectáculo meten con calzador un número de magia bufo que quizás sobra, donde el que tiene más gracia es el conejito sobre ruedas que sale durante tres segundos. Un número que, no obstante, arranca risas al respetable. Quien vea el sketch fuera de contexto, jamás diría que forma parte de un show del Circo del Sol.

Descanso de veinte minutos. Más bailes. Otro número humorístico al margen de la trama: el de un cantante francés que lucha para que no se le escape el foco que lo ha de iluminar durante su Ne me quitte pas.

Y vuelve a escena Ícaro, amenazado esta vez por un ser de pantalones y muletas azules. Al fondo del escenario vuelve a estar el malo, portando y alzando las alas ajenas, cual trofeo arrebatado al enemigo. Dos acróbatas gemelos, casi siameses, amenazan al protagonista y deleitan al respetable.

Y al final es el fauno protagonista quien, en un alarde de clown, acaba con el malo. Lo hace de la mejor forma que se puede acabar con un malo. Como más molesta a los enemigos. Con la burla. Con la chanza. Sin darse mayor importancia a uno mismo. Sin solemnidades ni rictus torcidos.

Ícaro descubre entonces que su amada no era una mantis: era una crisálida. Y ya despojada de su envoltura, desciende del cielo, a la vez que desciende por las escaleras una procesión de acólitos, velas en mano. Danza triunfante, reencuentro con el amado y música épica. Vamos, que acaba en boda.

La redención de Ícaro parece ser el amor. Pero, aunque él no lo sepa, en realidad ha sido el humor.