Cuatro palabras -corrupción, soborno y comisario político- le valen al policía soviético protagonista de La muerte invisible el destierro a la ciudad ucraniana de Pripyat. La urbe, de 50.000 habitantes, fue construida en 1970 para dar servicio a una central nuclear situada a sólo tres kilómetros de distancia. Con sus cuatro reactores en marcha, y dos más aguardando para entrar en funcionamiento, la central era en 1986 una de las joyas de una URSS que ya se encontraba a cargo de su liquidador, Mijail Gorbachov.

El madrileño Alberto Pasamontes se vale del represaliado policía moscovita para, en una trepidante obra galardonada con el García Pavón de novela negra, zambullir al lector en cinco días de abril que marcaron un antes y un después para la energía nuclear de uso civil. Porque la joya de Pripyat se llama, claro, Chernobil, y el policía represaliado -que escucha a Dylan pirateado en radiografías e investiga un caso de tráfico de absenta- será quien interne al lector en el infierno de la catástrofe.