Concluyó la 35 edición del Cartagena Jazz Festival con un doble programa dominical de jazz asequible para todos los públicos, cuyo reclamo principal era el quinteto del contrabajista Kyle Eastwood (aunque la fría tarde pudo más que el reclamo). Su padre, el actor y director Clint Eastwood, ya dio fe de su pasión por el jazz con Bird, la emocionante biografía de Charlie Parker. Ahora su hijo ha refrendado la implicación familiar con este género. Desde su aparición allá por los 90 en la escena jazz con su característica mezcla de blues, bebop y boogie, se ha asegurado una creciente admiración con el paso de los años y tras seis álbumes de estudio. En Cartagena dejó claro que su presencia allí no estaba sólo impulsada por el nombre que heredó de su padre. Kyle Eastwood es un buen instrumentista; tal vez algo tierno en sus solos (eso tiene cura) y, sobre todo, un estupendo organizador de sonidos. Su quinteto sonó potente y la presencia del saxofonista Brandon Allen llenó de consistencia una velada sin altos riesgos, pero con buenas dosis del mejor mainstream jazzístico.

El contrabajista lidera una excelente banda de hard bop fresco y crujiente. Centrado en el material de su nuevo álbum, Time Pieces, Eastwood y compañía tocaron Prosecco Smile, una estimulante pieza con la lírica trompeta de Quentin Collins y el sonoro tenor de Allen. Durante su versión bop de Big Noise From Winnetka, antigua pieza que se ha convertido en una especie de distintivo para él, Eastwood evocó la famosa grabación de 1938 silbando durante su solo de bajo acústico - como el bajista Bob Haggart hacía en la original, un bonito momento de la historia del jazz-, mientras Ernesto Simpson le daba a las escobillas antes de acometer la trepidante Bullet Train, que pasó como un relámpago, pero mostró la cohesión del quinteto cuando se requiere concentración máxima. A pesar del vertiginoso tempo, estos músicos saben gestionar una especie de frenesí controlado. Eastwood, excepcionalmente diestro al bajo, y Simpson, ajustado pero explosivo a la batería, eran claves ahí. Entretanto el trompeta y el saxo se curraban solos de considerable músculo.

Eastwood cambió de ánimo y se puso meditabundo para una exótica Marrakesh lentamente construida, que explotaba antes retornar a un oasis de calma (otros viajes exóticos fueron Andalucía y Caipiriña). En Piece of Silver, empapada de gospel, el bajo palpitante de Eastwood sustentaba el tenor de Allen, y McCormack acaparó foco con un sustancioso recitado. Luego, al bajo eléctrico, Eastwood se unió al fliscornio de Collins para una elegante y veloz Dolphin Dance antes de ofrecer una evocadora lectura de Letters from Iwo Jima, banda sonora de la peli de Eastwood senior titulada igual, que comenzó discretamente con el suave toque de Andrew McCormack al piano y la fascinante tensión del bajo de Eastwood, creando una atmósfera meditabunda.

Las melodías fluctuaban entre explosiones de ostensible improvisación, y el homenaje a Herbie Hancock impecablemente ejecutado, evidente en la delicada interpretación de su Dolphin Dance, que podría haberse convertido fácilmente en una mirada nostálgica a un clásico del jazz recordado con cariño, pero la banda de Eastwood la desarrolla con fuerza. Tocándola con el bajo eléctrico, Eastwood mostró el desarmante lirismo del tema, mientras el trompetista creaba sobre él complejas estructuras melódicas nuevas, como en la estimulante adaptación de Horace Silver (Blowing The Blues Away). La alegría de la interpretación (bailable, optimista, teñida de funk) al contrabajo atestiguaba la afinidad de Eastwood con el espíritu de Silver. De nuevo, el brillante solo de trompeta - sus líneas saltando entre disonancias- elevó la interpretación, como la energía imparable en la cadencia de Eastwood.

Ser hijo de un famoso tiene sus evidentes ventajas, pero también innegables desventajas. La más común es que haga lo que haga nunca se le va a acabar de tomar en serio, y siempre se le verá como ´el hijo de´, un diletante al que no hay que prestarle mayor atención. Pero Kyle Eastwood, disco a disco, ha ido dejando muestras de su capacidad tanto como músico como compositor, ya sea para bandas sonoras como para sus propias formaciones jazzísticas. No había músicos negros, era un tanto edulcorado, pero al menos era jazz€

Antes actuó la jovencísima Andrea Motis, el rostro más fresco y mediático del combo que colidera junto a Joan Chamorro un quinteto de jazz catalán con solvencia.

Ella es trompetista (también toca el saxo, pero se lo dejó en casa) y vocalista, y quizás recuerde su voz a la de la celebérrima Norah Jones: un punto nasal, con un delicado, quebradizo equilibrio entre ácido y cálido; posee por otro lado una articulación más que decente, pero sobre todo tiene un formidable fraseo: flexible, relajado, sin perder nunca el pálpito del swing, y un dominio de las tablas que se diría impropio de alguien tan joven. Completaba el talentoso quinteto una sección rítmica formidable, con dos clásicos incontestables del jazz nacional -Ignasi Terraza a las teclas y Esteve Pi a los parches y platillos-, a los que se unen la elegante guitarra de Josep Traver, y el contrabajo de Chamorro, que echó mano del saxo en un par de ocasiones.

Desde el momento que Andrea abrió la boca todo el mundo se quedó embelesado por su encanto. Canta con personalidad y un exquisito gusto interpretativo tanto estandares como temas propios: The Way you Look Tonight, No More Blues, Meditaçao (en la onda brasileira)€ Salió victoriosa con su trompeta incluso en temas bebop (no le fue tan bien cantando Bésame mucho), sin pirotecnias superfluas con la que desviar la atención del objetivo: hacer música y hacerlo bien. Mucho futuro por delante.