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El público que se quedó hasta el final acabó claudicando antes las dotes escénicas de Esperanza Spalding, pizpireta contrabajista, cantante y compositora, colosal en todas sus facetas, que le arrebató un Grammy a Justin Bieber. La joven bajista de Oregón triunfó como una campeona: la resistencia era inútil. Pletórica cuando canta y ágil con el bajo, irradiaba un carisma y una fresca autoconvicción, pero el concierto fue más que un recordatorio de su talento. Fue la alentadora confirmación de su madurez: como artista, líder, vocalista y estrella, aunque no siempre en ese orden, y también de su libertad, de su capacidad por arriesgar.

La última vez que vino se sentó en un sillón junto a una mesa camilla, abrió una botella de vino y se sirvió una copa, se descalzó y caminó hacia el centro del escenario para, de una manera tan teatral como intrigante, arrancar el concierto. De sus conciertos solo cabe esperar cosas extraordinarias. Su nuevo espectáculo tienen un enrevesado título, Esperanza Spalding presents Emily's D+Evolution: Hablar de si el resultado tiene que ver o no con el jazz resulta, antes que otra cosa, una pérdida de tiempo. Pero, sí, hay jazz. Wayne Shorter define el jazz como el camino a lo inesperado.

Apareció envuelta en un sonido galáctico, premonitorio de lo que iba a ocurrir a continuación, sobre un escenario que mostraba algunos detalles neoclásicos. Su nuevo espectáculo es un trabajo en progreso, pero siempre digno de ver, inspirado por la banda de rock Cream, o mejor por el documental acerca de su batería Ginger Baker.

El virtuosismo de Spalding ya es conocido, pero en este concierto, que parece más un musical o una opera rock tipo Tommy, ofrece composiciones pop autobiográficas (recuerda en ocasiones a Joni Mitchell o Kate Bush) junto con poesía narrativa y ´performance´ aderezadas por las feroces intervenciones de la sección rítmica.

Con trenzas y gafas de colegiala friki- el tema central del concierto es el niño dentro del adulto -, Spalding desató su voz desde el principio con Good Lava, mientras los dos coristas entraban y salían armónicamente de la melodía con unas disonancias fantasmales que establecieron la tensión del concierto entre estribillos pop y ambigüedad.

Una ceremonia de graduación en la que los miembros de la banda mostraba sus diplomas sonando la música de Land of Hope and Glory dio paso a la lírica de Elevator Operator, y luego a la contundente Funk the Fear, donde su estribillo vocal repetido (¡Fuck your fears, live your life! (que le den a los miedos, vive tu vida) y la percusión de marcha musical se disolvieron en una jam a tres bandas entre las ondulantes líneas del bajo, las improvisaciones de la guitarra y el rock sofocante de la batería.

Spalding hizo gorgoritos tiroleses en Noble Nobles, que destiló emoción (recordaba a Prince en Unconditional Love), y concedió un único bis, un juguetón cover de I want it now, de Veruca Salt, que aparecía en la banda sonora de Willy Wonka y la fábrica de chocolate. En definitiva, una apasionante mezcla de lo virtuoso, lo desconcertante y lo exasperante, con jadeos a lo Laurie Anderson y reminiscencias del espíritu Taif de Minnie Ripperton, mostrando una Esperanza Spalding verdaderamente original. Derramaba todo su espíritu en cada canción; los dedos volaban por las cuerdas, y sus penetrantes líneas de bajo son juguetonas e impredecibles. Ha desarrollado un personaje escénico hecho y derecho que contribuye a elevar su música a gran altura. Ningún otro artista de jazz suena como ella, ya sea al bajo o como vocalista.

El talento sigue intacto; también la curiosidad. Parece inevitable que quiera explorar todas sus inquietudes, pero sería deseable mayor concisión, aunque dejó boquiabiertos a todos los que no huyeron precipitadamente.

Antes, la trompeta del franco-libanés Ibrahim Maalouf («Mis amigos en Francia han cancelado sus conciertos, pero yo creo que la música no debe parar», dijo al principio) vagabundeó entre el jazz con ornamentos arabescos, la world music y las experiencias sinfónicas mostrando una extravagante sensibilidad que condujo a sus seguidores al éxtasis.

El jazz sería aquí poco más que una actitud genérica, tal vez un mero salvoconducto conceptual que acerca la propuesta de Maalouf a formas occidentales reconocibles. El discurso de su trompeta (a cuartos de tono, incluyendo en ella un cuarto pistón) amplía el abanico de tonalidades; sobre todo incluye el sonido árabe tradicional, enérgico, etéreo, seductor , recogido y misterioso otras veces, y respira siempre su origen oriental, como una especie de acento exótico.

Abundaron pasajes con estructura funky en el que un impetuoso coro multiinstrumental repite y amplifica frases cortas de la trompeta solista.

Quizás haya en ello una grandilocuencia excesiva, un desarrollo pretencioso de ideas musicales demasiado simples, y ese desequilibrio enérgico genera un peso que lastra el discurso. Pero cuando no cae en esos paroxismos, Maalouf tiene una capacidad seductora bien distinta: la verdad es que sabe ser delicado y sereno.

En su viaje musical por muchos estilos a la vez no faltó el humor, y Maalouf se despidió enseñando a silbar al público una canción que compuso para su hija, como si quisiera conjurar los miedos, mitigar el dolor vivido en Paris y Beirut.