El arte por el arte es lo que transmite Silvia Pérez Cruz, que en esta nueva visita dejó en casa a Raúl para traerse un quinteto de cuerda con los que interpretar sus emotivas canciones populares. Juntar la voz y el poderío Silvia -esos labios rojos, esa piel blanca, esos tacones verdes, ese candor, esa dulzura, esa forma de susurrarte al oído en lenguas distintas- con la técnica y la sabiduría del quinteto de cuerda, que lo pone todo al servicio de ella, trae consigo un resultado que arrebata de canciones bonitas, repertorio elegante, no hay versiones más absolutas.

Lo de Silvia es de otro planeta, maneja un dominio absoluto de la voz y de la emoción de los temas, y para ello emplea un despliegue de poderío que hace que se vacíe literalmente en cada canción. Suena tan hermosa que resulta imposible no enamorarse. Su voz calma los golpes producidos por la vida como un bálsamo refrescante. Nos hizo sentir como si estuviéramos en el salón de su casa. Hablaba en voz baja del porqué de una canción, o contaba breves anécdotas.

«¿Qué tarde, no?», dijo al aparecer en el escenario para presentar este espectáculo, Entre Cuerdas, que comenzó como un encargo del Auditorio Nacional de Música, donde invitan a artistas que no hacen música clásica para que hagan algo especial, y lleva ya dos años rodando. Silvia canta versiones de autores de diferentes estilos y temas propios, con arreglos de Javier Galiana de la Rosa, Joan Antoni Pich y ella misma.

Arrancó con una pieza del venezolano Simón Díaz, Tonada de luna llena, perfecta para crear ambiente, y así, con una naturalidad pasmosa, transcurrió la noche: combinando piezas ajenas y propias, de nuestros mares o del otro lado del charco, en castellano, catalán o portugués. Le seguirían Covava l´ou de la mort blanca, un poema de la desaparecida María Mercè Marçal incluido en su primer disco, y Noche en el río, un bolero de Javier Galiana de la Rosa que habla del amor, las penas y la vida. El quinteto de cuerda la arropó con unos arreglos de trazo fino y espíritu igualmente plural. Ella marcaba el tempo con sus manos, y su cuerpo entero ondulaba, siempre en movimiento.

Solo en Por tu amor me duele el aire, el tema de Ruibal sobre el poema de Lorca, parecían colisionar ambos mundos. El eclecticismo, en cualquier caso, es el mejor complemento a la garganta privilegiada de Silvia. Solo desde una mirada limpia puede reinventarse, por ejemplo, la Lambada, sin prejucios, con unos arreglos a lo Albinoni y la participación en los coros del público. Desde habaneras a un vals peruano, del filin cubano de Maria Teresa Vera 20 años -que funde con Temps perdut acompañada sólo por el contrabajo-, a Corrandes d´exili, de Llach (el desgarro flamenco y la melancolía del fado cubiertos por un aire clásico, curiosamente a la vez fresco y original). Casi experimental en algún momento, con el único acompañamiento del violonchelo), el estilo interpretativo de Sílvia da la sensación de atemporalidad, de canciones que sonaban en la radio de toda la vida.

Antes de irse, una más. Gallo Rojo, Gallo Negro, de Chicho Sánchez Ferlosio, con arreglos contemporáneos, a lo Bartok. Nadie respira. Mejor contener el aliento. El silencio vibra. «Si es que yo miento, que el cantar que yo canto lo borre el viento». Ella canta, y sí, el mundo se detiene.

Íntimo Clementine

Antes actuó Benjamin Clementine -pelo afro, pómulos marcados y pies descalzos: tiene cierto aire salvaje-. Ya le vimos en la Catedral, en su primera actuación en España. Arrastrando los pies sobre el escenario en penumbra, apareció vestido con su guardapolvos y descalzo como siempre, pero esta vez le acompañaba un baterista, también descalzo como él. Para alguien cuyas canciones a veces viran hacia la balada o la ópera rock, Clementine ejercía una confusa interacción con el público. A veces susurraba algo apenas audible, pero cuando cantaba hacía volar, sobre todo si excava en las profundidades de su extraño mundo. A pesar de los descensos vocales en picado y los estallidos granguiñolescos al piano, las canciones de Clementine siempre sonaron íntimas y confesionales.

Benjamin Clementine canta en una especie de forma rítmica libre. Su voz suena espectacularmente fuerte y ágil sobre líneas de piano vibrantes y a menudo arpegiadas, entre expresiones de indiferencia y ligera diversión, como si le pesaran los párpados, pero se le ve cómodo. Capta inmediatamente la atención del respetable; hay algo magnético en él.

Cualquiera que estuviera anoche ahí se daría cuenta de que Clementine tiene talento para quemar. Con solo 26 años, ya domina un tema esencial para tantos grandes artistas: el de la tristeza inherente a la vida.

No hubo mucho jazz en la apertura del 35 Cartagena Jazz Festival, pero sí encantamiento colectivo. Era noche de brujas.