Bien conocida es la presencia femenina en las esculturas de Antonio Campillo, una presencia que se asemeja en gran medida a la patente en la obra del poeta y dramaturgo Federico García Lorca, pero la similitud no engloba sólo el acercamiento a la feminidad desde una sensibilidad especial, sino que abarca distintos campos. Cuando Lorca escribe La casa de Bernarda Alba intenta eliminar lo superfluo para adscribirse únicamente a la realidad cotidiana. Esa misma dimensión es la que respira la obra de Antonio Campillo cuando plasma en sus esculturas y dibujos esas mujeres que pasean por la huerta, que caminaban firmes. No hay artificio, se elimina el pastiche en favor de un lenguaje sincero y directo que a su vez es capaz de recoger la metáfora, el conceptualismo más sutil. Esta identificación con lo popular será el leitmotiv de la producción de ambos artistas.

En las obras teatrales de Lorca lo visual cobra la misma importancia que lo lingüístico, sentía especial apego por las relaciones surgidas en el campo y el modo de vida de sus habitantes. En una ocasión el escritor declaraba: «Yo puedo estarme contemplando una sierra durante un cuarto de hora; pero en seguida corro a hablar con el pastor o el leñador de esa sierra. Luego, al escribir, recuerda uno estos diálogos y surge la expresión popular auténtica. (?) Es la memoria poética y a ella me atengo.»

Esta faceta nos remite de nuevo al maestro murciano que en no pocas ocasiones declaraba su amor hacia la huerta, a su paisaje y, sobre todo, a sus mujeres que quedaron plasmadas en barro, bronce o escayola; esculturas de volúmenes mediterráneos a las que llena de gracia y movimiento, de gesto y de alma que las aproxima al espectador que queda engatusado por su fuerza y rotundidad.

La mujer que pide a gritos liberación en la obra de Lorca aparece en la de Campillo como una mujer totalmente libre, que pasea desnuda ante el espectador, sin complejos ni prejuicios. Se muestra tal y como es en sus diferentes facetas de mujer y madre.