Erente al estruendo generalizado, leer es una ocupación gris y solitaria. Por ese motivo no está tan arraigada en las costumbres como otras que requieren menos esfuerzo y reflexión. Ello no impide sin embargo que los libros, como escribió el propio Rafael Chirbes, posean una capacidad de multiplicación hasta el infinito: una dureza que permite a la literatura filtrarse en cualquier lugar, a cualquier hora y en cualquier tiempo, permanecer cataléptica y revivir repentinamente con vigor juvenil.

La lectura reclama soledad, lo mismo que la literatura se la exige al escritor. Ésta resulta a veces insoportable, decía Chirbes, que ponía por delante la pulsión de escribir al pretendido placer de hacerlo.

Me he propuesto acordarme del autor de Tavernes cada vez que abra una novela sin mayor propósito que extraer de ella el disfrute sencillo de la buena narrativa. Chirbes llegó a cansarse de «la sobredosis de inteligencia» con que algunos escritores pretenden suplir otras carencias. «Me cansa no poco que el narrador interrumpa a cada momento mi crucero para mostrarme su esforzada agitación en la sala de calderas». Aseguraba tener la impresión de que la novela contemporánea se ahogaba en un exceso de aptitudes. Pero al contrario de lo que le sucede a otros novelistas, creía en la vigencia de un género que no ha encontrado sustitutos. Más que hablar de su incapacidad -solía decir- habría que hacerlo de nuestras limitaciones. Cualquier lector sensible y sincero no dudaría en compartir este punto de vista.

Con los materiales vivos de su memoria y los despojos de nuestra historia más reciente supo, al igual que los buenos carpinteros, construir una mesa sólida apoyada en cuatro patas reales. Hasta el punto que su sentido de la realidad le hacía desprenderse pasado el tiempo de cualquier voluntarismo literario injustificado. Cuando revisó en 2000 La buena letra, para incluirla junto con Los disparos del cazador en el volumen titulado Pecados originales, suprimió el último capítulo en el que las dos cuñadas, Ana e Isabel, se reencontraban años más tarde por considerar probado que el tiempo no corregía las injusticias sino que las hacía aún más profundas. Viviendo en el país en el que vivió, su pesimismo no hizo otro cosa que prosperar.

Con la honradez intelectual que le caracterizaba, Rafael Chirbes quiso mantenerse siempre al margen de las modas. Persuadidos de la posmodernidad, ciertos críticos lo despreciaron por parecerles el discurso de su ficción demasiado atado al pasado, incluido el cauce galdosiano que escogió para que por él discurrieran unos nuevos episodios nacionales.

Al escritor valenciano pertenece el empeño literario de desgajar la naranja de una realidad social teñida de indecencia y de demostrar, a la vez, valiéndose de un gran rigor sintáctico, que con el realismo se puede hacer la mejor literatura. Desde el paisaje amoral de la posguerra que representa La larga marcha (1996), el fin del franquismo y los primeros momentos de la Transición narrados en La caída de Madrid (2000), hasta este inicio tenebroso de siglo, en el que el capitalismo financiero y la corrupción político-social han acabado por enterrar las ilusiones de un pueblo, plasmado en sus dos grandes y últimas novelas, Crematorio (2007) y En la orilla (2013).

Rafael Chirbes desenterró en la ficción la memoria atribulada de una España que los políticos quisieron sepultar y que la izquierda sólo se preocuparía de ella después, y a su medida. El escritor denunciaría más tarde cómo los socialistas se apuntaron, con el respaldo de sus intelectuales y artistas orgánicos, a escenificar esa preocupación a partir de 1993, acorralados por la corrupción y los escándalos, cuando no se habían ocupado de ello en su largo reinado de los ochenta.

«Con el pepé ya en el gobierno, los diputados socialdemócratas pedían que el parlamento condenara públicamente los pasados de la dictadura franquista, cosa que no habían pedido durante los años que gozaron de mayorías absolutas y relativas», escribió en uno de sus lúcidos ensayos, «De qué memoria hablamos», incluido en el volumen Por cuenta propia que publicó, como todo lo suyo, la editorial Anagrama. Tal era la desconsideración por el pasado que el presente acabaría convirtiéndose en ese horror envuelto en fango que el autor retrata de forma magistral en la novela con la que obtuvo todavía hace menos de un año el Premio Nacional de Narrativa. Ahora Chirbes, el novelista que en las últimas décadas mejor ha expresado la realidad de España, se ha ido. Lamentablemente, no podemos suprimir este último capítulo tan absurdo, sólo queda refugiarse en su legado -una nueva novela, París-Austerlitz, verá la luz en 2016- y en esa dureza que permite a la literatura filtrarse y renacer en cualquier tiempo y lugar.