Un 22 de marzo, al comienzo de la primavera de 1832, fallecía una de las figuras más importantes y trascendentales de la Literatura Universal: Johann Wolfgang von Goethe, padre del Romanticismo europeo y autor de una interesante y colosal obra, en la que resplandece la extensa pieza dramática Fausto (1808).

Todos sabemos la historia: un hombre que vende su alma al diablo Mefistófeles a cambio de adquirir conocimientos ilimitados. En definitiva, un inconformista que no se aviene a los preceptos que rigen su mundo y que ansía saber más allá de sus humanas limitaciones. Al interrogarnos sobre el origen del mito, acerca de ese carácter desafiante frente a los poderes divinos, deberíamos remontarnos a la Biblia, en cuyo primer libro, el Génesis, Adán comió el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia contradiciendo la orden expresa de Dios; o incluso a la mitología griega: Ícaro, soberbio hijo de Dédalo, y sus alas que lo elevaron al Sol; Prometeo, quien sustrajo el fuego a los dioses para regalárselo a los humanos; Faetón, que tomó el auriga de Júpiter y perdió el control. Todos ellos, como Fausto, trataron de algún modo de desafiar el poder de los dioses y de afirmar su propia individualidad. Ese deseo de dinamitar los límites establecidos es demasiado seductor para que haya pasado desapercibido en el terreno de la literatura y demás artes. Fausto, símbolo del desafío, del deseo de emancipación del hombre frente a lo incomprensible, es el gran arquetipo occidental.

Pero el mito fáustico tiene unos antecedentes más próximos y concretos. Parece ser que sí que existió un astrólogo y alquimista llamado Johann Georg Faust que vivió en la primera mitad del siglo XVI. El mito se extendió debido a una obra anónima de 1587 titulada Historia von D. Johann Fausten y editada por un librero llamado Johann Spies.

La figura legendaria de Fausto, cuyo enraizamiento con la tradición popular y los mitos cristianos y paganos la hace tan atrayente, cobró una fuerza y vigor inusitados en nuestra cultura europea. Las piezas literarias, musicales o artísticas que de este arquetípico personaje han derivado se cuentan por miles. Una de las primeras y más célebres adaptaciones del mito se la debemos al dramaturgo isabelino Christopher Marlowe (1564-1593). Su Doctor Fausto, aunque no demasiado lograda, algo esquemática y trufada con bufonadas típicas del teatro renacentista inglés no deja de ser interesante y hasta cierto punto, paradigmática. Pero todavía se aprecia en Marlowe ese trazo grueso en los caracteres, deudor de las Morality Plays medievales de intención moralizante y personajes abstractos y alegóricos.

Es comprensible que donde más repercusión ha tenido la conflictiva y poderosa figura de Fausto haya sido en la cristiana Europa. No solo porque sea su cuna geográfica, sino también el fértil campo de abono sobre la que ha germinado fructíferamente. Los dilemas entre el bien y el mal, el cuerpo y el alma, la salvación y el infierno, el saber y la santidad o el tiempo y la eternidad son parte esencial de la idiosincrasia de nuestra occidental cultura y se integran en nuestro repertorio de dogmas. Dogmas que por otra parte, además de configurar la mentalidad religiosa, también la minan y la subvierten. Ya que ofrecen un componente claramente pagano (satanismo, culto a la sabiduría, celebración de la vida terrenal) que entra en conflicto con nuestra propia naturaleza humana, nuestra espiritualidad y nuestra sensibilidad judeo-cristiana. Y por lo tanto, esta dialéctica fáustica, que se establece entre el bien y el mal, provoca una inagotable pugna que hoy día sigue pareciéndonos actual y poderosamente sugestiva.

Además de la obra de Marlowe, como decíamos al comienzo, es famoso el Fausto de Goethe. Quizá por su gran fuerza filosófica y su densidad arrolladora. Otros autores, como el Nobel Thomas Mann han reelaborado el mito. Su Doktor Faustus (1947), es una novela en la que la música y la política destacan como elementos constitutivos de su armazón y de cuya lectura ambigua el demonio es una mera posibilidad, un símbolo.

También son conocidos El retrato de Dorian Gray (1890), obra que siempre ha sido catalogada como heredera de la tradición fáustica, aunque a mi entender participa más del espíritu nihilista y libertino de estirpe donjuanesca. No olvidemos que, al igual que el también mítico Don Juan Tenorio que creó Tirso de Molina en su Burlador de Sevilla, Dorian Gray busca solamente el placer del instante, la satisfacción carnal y jamás hace un pacto deliberado o al menos consciente con ningún demonio. Por supuesto, sí que existe esa lucha interior que anida en el espíritu de Fausto, y que en Don Juan no hay traza alguna de remordimiento o temor. ¿Por qué no se conmueve Don Juan, por qué no se arrepiente? Quizá porque, como Dorian Gray, no cree ni se somete a la Misericordia Divina.

Para acabar de tratar los ejemplos de fáusticos personajes que habitan la gran literatura europea, no podemos dejar de nombrar la novela El maestro y Margarita de Bulgakov.

Los descendientes abundan igualmente en otras disciplinas: música (Schubert, Wagner o Beethoven); ópera (Berlioz, Stravinski); poesía (Baudelaire). La lista es inagotable. Y, por supuesto, cine: en 1913 aparecía la extraña cinta El estudiante de Praga, en la que además se aborda el asunto del doble; Fausto (1926) de Murnau, el clásico filme, mudo como el anterior, que se basa principalmente en la obra de Goethe. Más recientemente, nos encontramos con dignas aportaciones. En 1987, en El corazón del ángel, película dirigida por Alan Parker e interpretada por Robert de Niro y Mickey Rourke, asistíamos atónitos a los avatares de ese hombre sin memoria que había vendido su alma a Satán a cambio de una efímera gloria como músico. También, aquí en casa, se estrenó la española Fausto 5.0 (2001), una oscura propuesta ambientada en una tenebrosa y futurista ciudad. O la más reciente y suntuosa Fausto (2011) de Alexander Sokurov.

En definitiva, hay miles de casos en los que la figura de Fausto ha sido convertida en trama, motivo o elemento principal de su tejido literario o artístico. Hemos mencionado algunas de las más evidentes y claras adaptaciones o rescrituras. Pero hay muchos otros casos en los que la referencia es poco clara y la deuda con la figura de Fausto no es directa, consciente o determinante

¿Pero, qué ocurre en las letras de España? El cuento XLV, perteneciente al libro Conde Lucanor de don Juan Manuel encontramos un antecedente de la literatura de pactos diabólicos. En este cuento, escrito en el primer tercio del siglo XIV, se nos relata la historia de un hombre que hace un trato con el demonio. Pero será en el Siglo de Oro, cuando el asunto fáustico adquirirá mayor preponderancia. Al igual que en Juan Manuel, en autores barrocos como Calderón o Antonio Mira de Amescua, es evidente el tono moralizador de sus obras. No olvidemos que nos hallamos en la más dura tradición católica y que toda la literatura posterior a Trento, (censura literaria, Inquisición restaurada?) tiene un carácter y un papel claramente doctrinales. No obstante, podemos gozar hoy día de grande obras, quizá de las mejores. Calderón de la Barca firmó el drama El mágico prodigioso (1637), en el que Cipriano vende su alma al demonio por amor. Igualmente, Antonio Mira de Amescua trató el mismo tema en su obra dramática El esclavo del demonio (1612). También aquí hallamos la historia de un hombre religioso que es tentado por el diablo. Como ya apuntamos, estas obras tratan de exponer las virtudes del buen cristiano y el peligro de la tentación que reside en el mal, encarnado por Satán. En ambas obras, como ocurrirá en tantas otras de ese período, el héroe se salvará, o al menos lo hará su alma. No podemos decir lo mismo del personaje de Tirso de Molina, que en El burlador de Sevilla, -cuya primera publicación conservada data de 1630- hace que Don Juan Tenorio vaya al infierno. A pesar de que la imagen que nos llega de Don Juan, a través de la versión romantizada y deformada de Zorrilla, sea la de un cínico caballero que consigue zafarse de sus pecados en un poco creíble y forzado arrepentimiento de última hora. Por supuesto, gracias al amor salvífico. En la literatura de terror y gótica se ha aprovechado sobremanera el tópico de pactos y tentaciones demoniacas. Otro artículo será, quizá, el encargado de desgranar tales temas.

No es mi intención desviarme del asunto principal, o sea, de la sombra alargada de Fausto. Como se puede apreciar la literatura y demás manifestaciones del arte, han canalizado y proyectado su imagen de Fausto de mil maneras distintas, con diferentes aproximaciones y matices. Cada época y autor han logrado aportar un nuevo rasgo o han conseguido añadir un nuevo elemento que se ha ido añadiendo a la gran figura de Fausto. El hombre que se enfrenta a lo divino y lo desafía. El ser humano, -un renacentista marlowiano en busca de conocimiento; o un abnegado religioso calderoniano sustentado en la fe cristianas- que vive de cara a un mundo extraño, desconocido y al cual desafía con sus propios deseos y anhelos. El saber, el amor, la fama.

Es Fausto un arquetipo que se construye y se diluye en nuestra cultura. Y que va más allá de un simple producto literario. Representa esa faceta ignota, irracional, lóbrega, esa lucha entre el bien y la maldad, entre la moral y la felicidad personal. Ese oleaje de sentimientos contradictorios que todos albergamos en nuestro océano interior y que nos incita a pactar con nuestro más terrible y oscuro lado. Que nos obliga a reconciliarnos con nuestros más íntimos demonios y a pactar una tregua que nos permita armonizar nuestros polos opuestos.

Todos somos Fausto, y por eso lo comprendemos.