Reconoce que fue muy anárquico a la hora de escribir El laberinto del Albayzín (Ediciones Libertarias). Comenzaba, lo dejaba, lo retomaba, se bloqueaba. Y sin embargo, Francisco Miranda Terrer (Valencia, 1976) consiguió terminar esta novela autobiográfica, segunda parte aunque totalmente independiente de Pantanosa, una obra que revolucionó de alguna manera el panorama literario murciano, porque, como dijeron entonces y mantienen ahora, este abogado valenciano afincado en Murcia reivindicaba el pensamiento, las historias en las que caben los ideales y los referentes culturales, el consumo de drogas y, sobre todo, la creación literaria para encontrarse a sí mismo.

El «anárquico» proceso de escritura de su segunda obra no era así igual que en Pantanosa, libro que en principio iba a ser un amplio volumen e iba a incluir esta pequeña parte que ahora ve la luz, pero Miranda se dio cuenta de que aquel era «un libro único y que el segundo tenía que ser distinto». Diferente, porque «nunca sale lo que uno se propone, ya que la historia te va guiando» y, además, porque aunque ya se adivina en la primera parte, el autor la define como «una novela antipsiquiátrica» y en ella se vuelca en sus problemas mentales y en cómo encontró la fórmula para salir de ellos. «Soy muy crítico con ciertas praxis médicas, ya que se considera erróneamente que un trastorno mental sólo se puede ver desde el punto de vista médico, cuanto también está el ético, el de las relaciones», explica Miranda Terrer. Fue por su propia experiencia y tras la lectura de la obra de Thomas Szasz, autor entre otras obras de El mito de la enfermedad mental y considerado el padre de la antipsiquiatría, como el escritor pasó de verse con una enfermedad crónica e incurable a conocer la psiquiatría humanista, «crucial para mí, porque me permitió tomar cartas en el asunto y no depender solo de las pastillas».

Pastillas de las que habla en este libro con tanta claridad como de la marihuana o el opio, entre otras drogas, que le han permitido «ver el mundo desde perspectivas no convencionales, no rutinarias; también hay una parte lúdica y he podido caer en excesos y en errores -reconoce-, pero está en mi libertad equivocarme y, cuando experimentas, puedes asumir ciertos errores si no causas daño a los demás». Por esta y otras muchas razones está Miranda Terrer a favor de su legalización: «Estamos condenados a la clandestinidad, al menos quienes la venden, por lo que las condiciones para acceder a ellas son inseguras, cuesta encontrar algo con calidad y,cuando lo haces, es a precios disparatados. Además, se fomenta la corrupción y el mercado negro debido a esta oposición», razona de forma contundente.

Así, como hacía a los 22 años con los que cuenta en El laberinto del Albaycín, continúa pensando Miranda, quien lamenta la poca capacidad para razonar libremente que le queda al ser humano: «Quizá no nos puedan quitar el pensamiento, pero el libre pensamiento está en vías de extinción; ahora parece que son muy poco elaborados», asegura este licenciado en Derecho. Tras su paso por cuatro universidades -la historia de este libro se desarrolla, la mayor parte, durante su estancia en Granada- no vio en ellas el mínimo atisbo de inquietud o curiosidad entre los estudiantes ni entre los profesores. «Era una estafa y me temo que sigue siéndolo, y más ahora con los últimos ´avances´; entonces yo esperaba algo más, tenía demasiadas expectativas, pero si uno a los 18 años no es un ingenuo entonces...», reflexiona Miranda, quien asegura que se le podría sacar más partido a esta institución: «Al menos a mí me fue útil porque a nivel laboral estudié algo que me sirvió», concluye.

Aunque mantiene Francisco Miranda la esencia de aquellos años, reconoce que ha perdido el idealismo. Si entonces se reconocía «enamorado del amor», ahora considera que hay que amar a las personas y a las cosas. «Amar el amor es una idea absurda, y yo ya no soy un idealista, puedo tener ideales, pero quizá por desencanto o por una constatación de la realidad sé ahora que lo que hay que amar son las cosas».

El laberinto del Albayzín arranca con un joven Francisco Miranda preguntándose «¿quién era yo?». Un día se sentó a escribir, a recuperar su memoria y a recordar «tantas cosas» que le ayudaron a conocerse mejor y «a comprender mejor el mundo en el que vivo». Espera que ese «viaje a la intimidad», a sus reflexiones, a sus experiencias y a las innumerables lecturas a las que hace referencia en el libro sea válido también para los lectores, si es que alguna vez se perdieron buscando la belleza y han sentido alguna vez que no encajaban.