«Os esperamos en la 16ª edición del Jazz San Javier». Las palabras de Juan Martínez, alcalde de San Javier, respaldando al director Alberto Nieto, al tiempo que entregaba el premio del festival a la pianista brasileña Eliane Elias, fueron acogidas con una gran ovación, disipando la incertidumbre sobre la continuidad. Una apuesta valiente por parte de la corporación municipal, no solo por la cultura, sino por la economía de la zona, dado el impacto económico del festival, una inversión cara al turismo. Por cierto, iniciativas como el Jazz San Javier deberían ser tal vez más apoyadas por las empresas del sector turístico. El balance de esta XV edición ha sido muy positivo, según señala Alberto Nieto: «Pese a las circunstancias, se ha mantenido un alto nivel artístico», destacando entre otras las actuaciones del pianista italiano Giovanni Mirabassi y el rockero estadounidense John Hiatt. En cuanto a las cifras, la asistencia al festival ha rondado los 13.000 espectadores. En un año en el que el público ha bajado de media entre un 20 y un 30%, el balance no puede contemplarse sino desde el éxito y la consolidación de la marca Jazz San Javier. Hay que soltar lastre para ganar altura, pero seamos inteligentes y no nos desprendamos de todo aquello que nos mantiene en el aire.

En el último concierto del Jazz San Javier, la pianista Eliane Elias destacó en su interpretación por su facilidad improvisadora y gran técnica, características éstas que de ningún modo llegan a eclipsar el enorme contenido emocional y lírico de su música. Elias recurre con frecuencia al repertorio de música brasileña, por cuyas sinuosas líneas cromáticas se desliza con facilidad en sus improvisaciones, a menudo brillantes. La diva brasileña cerró el festival, este año dedicado a la mujer en el Jazz, acompañada del contrabajista Marc Johnson, una leyenda del jazz, el baterista Rafael Barata y el guitarrista de Sao Paulo Rubens de La Corte. Llamó la atención la sintonía de su actual cuarteto, una exquisita conjunción de experiencia y juventud, que dio forma a excelentes arreglos con pasmosa elocuencia. Marc Johnson al contrabajo sacó a relucir sus galones para crear una perfecta transición de la base rítmica de Rafael Barata, con la armonía del piano de Eliane y la guitarra de Rubens de LaCorte. Como resultado, un sonido elegante y sólido, una oda a la elegancia y la sensualidad. El cuarteto estuvo excelente, pero solo al final, durante la interpretación de un magnífico Desafinado de Jobim, el bajista (y marido de Eliane) Marc Johnson, y el batería desplegaron fantásticos solos.

Elias apareció en escena voluptuosa y sensual: vestidito corto negro, y zapatos negros sobre taconazos rojos que, disimuladamente, se descalzó cuando se sentó ante el piano para poder pisar los pedales. Exigió que nadie le sacara fotos, pues las luces le distraían, y cautivó en un show lleno de sambas y bossa novas de su nativo Brasil. Conocida desde hace décadas como formidable pianista, en años recientes su faceta como cantante se ha convertido en una parte igualmente importante de su música. A veces no puedes anticipar una experiencia extrema.

Claro, puede haber mucha expectación y ganas, pero cuando llega, te quedas pasmado. Esto es lo que pasó con Eliane Elias. Es guapa, madura, inocente y vivaz, una gran compositora y pianista. Llegó y emprendimos con ella un viaje musical y espiritual a Brasil.

Simultáneamente poderosa y frágil, Elias tocó con alegría y fervor, y su grupo no se quedaba atrás en energía. Inclinada sobre su piano, lanzaba acordes en ´staccato´, como sucedió en Rosa Morena de Dorival Caymmi (ella hizo la versión ´Rosa rubia´) arrancándose a bailar mientras cantaba. ¿Quién puede cantar una canción sexy mientras baila derrochando sensualidad, y luego sentarse al piano y tocar un solo que rivalizaría con McCoy Tyner? Elias podría ser el mejor ejemplo de la musicalidad del jazz brasileño.

Su capacidad para llevar el ritmo con la mano izquierda y las melodías con la derecha es sencillamente asombrosa. Pero no solo era su habilidad técnica, sino también su espectro, y luego estaba su voz. Nada de gritos frenéticos, solo esa encantadora voz de alcance medio como la de Astrud Gilberto, familiar, sensualmente brasileña, y tan efectiva.

Es la mejor creadora de jazz rítmico y melódico de la escena actual. Johnson tocaba a veces como Eddie Gomez, rápido y sin miedo, pero siempre con una intención emocional que consiguió realizar finalmente, y no solo por amor a la velocidad o a la ostentación. No es una exageración sugerir que Johnson está en la misma liga que Gomez; la dedicación del bajista a la música del pianista Bill Evans, tras sustituir a Gomez a finales de los 70, era aparente, y cogió con ganas esos ritmos de bossa nova. De hecho, además de la respetuosa conexión con el jazz brasileño, todo el grupo parece un homenaje a Evans. Y Barata tocaba percusión horizontalmente (todos sus tambores y címbalos delante de él, a nivel de su cintura), creando tantos ritmos con un movimiento de cadera que sus solos eran absolutas maravillas: poderosos y etéreos.

El sonido de su batería ascendía desde sus piernas y su torso como un fuego sagrado. Fue un concierto suave, con voz susurrante, piano de altura y aires brasileiros: No faltaron clásicos como Chega da saudade, One note samba, pero también tocó A rã de Joao Donato, con su virtuosismo a los marfiles; un Desafinado de Jobim con una parte expresionista, una pieza de Eiane, What About the Heart, de su último álbum, Light my Fire, y swing clásico americano (They Can't Take That Away From Me de los Gershwin) con el piano infiltrado de samba. Después de que le entregaran el premio nos ofreció una simpática Chicletti com banana, de Gozanguinha, hijo del legendario Luiz Gonzaga, que unía, según dijo, Miami con Copacabana, mezclando samba y bebop. El repertorio sirvió para mostrar a una excelente cantante, siempre clara y vibrante. Eliane acaricia con su voz cada una de las notas que vocaliza, embriagando el espacio musical de una sensación melancólica pero esperanzadora, elegante pero vitalista. Puede que no sea nada que no supiéramos, pero resultó terriblemente seductora.

Maestro al saxofón

El vallisoletano José Luis Gutiérrez, cuyo primer disco –Núcleo- fue considerado el mejor disco de jazz del país en 1998, abrió la última jornada con su Sextet y la cubana Lucrecia de artista invitada. El saxofonista José Luis Gutiérrez es uno de los artistas más originales e innovadores de la escena española y principal representante del denominado Jazz Ibérico, dejando patente su entrega en el escenario y la fuerza y emotividad de sus composiciones, en las que mezcla los sonidos tradicionales de su entorno con el libre lenguaje interpretativo del jazz. No le gusta pisar lugares trillados y sí buscar los límites, sorprender, utilizando colores y texturas sonoras de las culturas musicales ibéricas, tratando de recuperar ese vigor y el sentido dramático de nuestra cultura incorporando un toque personal. Viene a ser algo así como mezclar a Coltrane y a Agapito Marazuela. «No he tomado nada. Solo aire», dijo con sorna al referirse a algo tan importante como la respiración. Durante la actuación, José Luis Gutiérrez buscó la complicidad de sus músicos, invitándoles a realizar solos o manteniendo con ellos improvisados duelos.

El guitarrista archenero Pedro Medina completó un magnífico trabajo, luciendo su Amor brujo en una pieza. Marco Niemetz desarrolló con su contrabajo una labor creativa que va mucho más allá del mero acompañamiento, y Lar Legido a la batería brilló y sirvió de contrapunto a José Luis Gutiérrez. Destacada fue la intervención del percusionista y su solo de maracas. Frescura, originalidad, entrega y sencillez en una doble vertiente, la de su persona, cercana a la gente, y la de su manera de interpretar, haciendo parecer natural y fácil aquello que es muy complejo.

En conjunto suenan francamente bien y sus composiciones y arreglos resultan una música incuestionablemente bonita, relajante, apasionada y muy personal. Gutiérrez toca sus saxos, sus cachivaches (también el batería usó botellas de plástico y todo tipo de objetos del todo a cien). Y convence. El sextet destacó principalmente por su tendencia a fusionar jazz con otras músicas del mundo.

Un final exótico

En la segunda parte salió Lucrecia, una de las más interesantes intérpretes de la música tropical, en la tradición de Celia Cruz, pero también una de las más versátiles. Subida en unos tacones estratosféricos, desplegó una intensa energía en escena junto con la refinada musicalidad en sus interpretaciones. Desde un corazón que late por Cuba, su país, cantó con sabor a bolero un recorrido por las canciones que forman parte del álbum de recuerdos, lanzando un mensaje de positividad y alegría. Fue entonar aquello de «que se quede el infinito sin estrellas» de Piel canela, y trasladarnos a otro planeta con los arreglos marcianos de Gutiérrez y su sexteto, que si no a ella (la tenía de espaldas y no pude verle la cara) sí provocaban extrañeza a los que buscaban algo más convencional. Pero Lucrecia es una cantante ´todoterreno´, que se sentó sola al piano para cantar Nostalgia, y se adaptó sin desconcierto a la introducción a la flauta que Gutiérrez hizo para Dos gardenias de Isolina Carrillo, con resonancias árabes. Imagino la cara que se le hubiera puesto a Isolina. La despedida, ya fuera de tiempo, la puso Contigo aprendí de Armando Manzanero, una canción que expresa como pocas la nostalgia, el descubrimiento del amor, el abrir los ojos a la vida. Quizá le sobró algo de histrionismo al experimento, pero funcionó.

Y es que el amor nos ciega.