Sin pretensiones de emular a Anne Germain, Spiritual Médium & Reiki Master, que cada semana dialoga con difuntos desde el televisivo programa Más allá de la vida, ni de intentar superar El libro de los espíritus de Allan Kardec, porque carezco de facultades clarividentes, decido enredarme en esta travesura periodística. Hoy deseo entrevistar nuevamente al escultor Antonio Campillo, al maestro.

Se activa mi percepción extrasensorial. Pensarán ustedes que vamos a revivir un nuevo episodio de poltergeist; pero sinceramente, no llegaremos a eso. Imaginaré reencontrarme con el maestro, con Antonio Campillo (Era Alta, 1926-2009), porque él persiste entre nosotros, lo adivinamos en sus esculturas, sus dibujos, sus fotos, sus libros… y en los recuerdos que cada uno retenemos de este irrepetible ser humano que habitó nuestra tierra para contribuir con su arte a embellecer calles, plazas, iglesias, jardines, casas, instituciones y museos.

De Velázquez a Campillo

Entrevisté en diferentes ocasiones a Antonio Campillo para prensa escrita y televisión. Durante nuestros encuentros, descubrí a un hombre con carácter, algo jocoso, inteligente, reflexivo y de una humanidad indescriptible. Le gustaba ir a diario a su estudio del carril de los Peretes (Camino del Badel), la que fuera casa de sus padres y en donde transcurrió su infancia como hijo de labriego. «Lo que más me gusta –me confesó– era darle de comer a los animales; después de los días de lluvia, recogía el barro de los azarbes y con él realicé mis primeras figuricas».

Durante varios días y muchas noches llevo pensando cómo denominar este arriesgado reportaje, y siempre me asalta a la mente el título del ensayo de Ramón Gaya Velázquez, pájaro solitario. Y pensándolo ayer mañana, mientras me afeitaba, consideré que ´ángel solitario´ definiría poéticamente al escultor murciano, quien siempre estaba acompañado de familia y amigos pero que necesitaba convocar a la soledad mientras trabajaba. Voy al libro de Gaya y leo: «Lo suyo sería, pues, como una vigorosa conducta que no fuera propiamente ´hacer´, sino ´estar´, estarse en una quietud fecunda, una quietud que ´se apodera´ de todo, sí, pero sin sombra de aprovechamiento, de avaricia, sino que se apodera de todo para… irradiarlo». La misma semblanza que usa Gaya para Velázquez con la pintura, diría yo de Campillo con la escultura; por esa ´amorosa desdeñosidad´ que a ambos les convierte en genios, con sus obras perfectas e imperfectas al mismo tiempo.

El mejor guardián

De manera extravagante cito en casa a mi buen amigo Juan Pérez Ferra, vicepresidente ejecutivo de la Fundación Antonio Campillo y, por disposición testamentaria, heredero de los derechos de la propiedad intelectual de las obras de Campillo. Juan se convirtió, sobre todo, en el guía inseparable durante los últimos 20 años de vida del maestro. Antonio confió ciegamente en Pérez Ferra desde el primer día en que se conocieron, a principios de los noventa, a través del pintor Ángel Pina Nortes, en Madrid. Por eso, esta tarde le digo: «Mira, Juan, el maestro te quiere como a un hijo y él presentía que tú ibas a ser el mejor guardián de su memoria y de su obra, le pese a quien le pese. La envidia se manifiesta también en personas cultas y buenas. No sufras por los comentarios necios».

«En Velázquez no encontraremos jamás burla, humor, ironía, pero se trata, sin embargo, de un temperamento alegre, limpia y seriamente alegre. Incluso en algún momento parece sonreír, pero no de una manera irónica y censurante, sino como suelen sonreír los grandes redentores, los grandes perdonadores», así pensaba Gaya del pintor sevillano. Atención. El experimento se instala entre nosotros. Campillo llega puntual y se une a la reunión; destaca por esa manera tan suya de anudarse la corbata directamente al cuello, sin sujetarla por el exterior de la camisa, y así saluda y nos insta a trasladarnos al merendero huertano Paco el Rurru, en el Camino del Badel, a tomar patatas asadas, michirones y costillicas de cordero… «¡y lo que nos apetezca!», dice el maestro. Y al maestro se le obedece, pero antes necesito preguntarle y Juan le asesora y participa activamente en la entrevista.

Maestro, ¿qué piensa usted de su obra?

De mi trabajo no voy a explicar. Mis piezas hablan por sí solas. Cada escultura que proyecto es un reflejo de mi forma de entender el arte, como sucede, pienso, en cualquier otro artista.

Sus mujeres son esplendorosas, bien cuando montan a caballo, viajan en bicicleta, se mecen o acurrucan a los hijos…

Me interesa representar a la mujer mediterránea, siempre robusta, activa, maternal… cercana a la imagen que guardo de las mujeres que veía durante mi niñez, de formas voluminosas pero felices de sentirse observadas por los hombres. Mis esculturas son mujeres carnales de nuestra tierra murciana.

¿Recuerda el primer encargo de trabajo que le hicieron desde Murcia cuando aún vivía en Madrid, terminados sus estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando?

Sí, modelé en barro una Virgen de la Arrixaca para colocar en una hornacina que se instalaría en la galería Chys, en la calle Trapería. Más tarde, en Madrid, pasé la imagen a madera. En mis inicios trabajaba bastante la iconografía religiosa.

Después de obtener en 1953 un gran reconocimiento oficial al conseguir el Primer Premio Nacional de Escultura Francisco Salzillo, realizó un hermoso altorrelieve sobre el Ángel de la Guarda. ¿Cómo es esa obra?

Es un relieve en madera dorada, policromada y estofada que realicé en 1957 para el Tribunal Tutelar de Menores. Forman la escena el ángel custodio y ocho niñas de mirada inocente. Con los relieves y las tallas en madera de vírgenes y ángeles intenté ofrecer una idea más moderna y expresionista de la que se solía representar a mitad del siglo pasado.

¿Qué recuerdos guarda de su etapa de docente en Córdoba y Madrid?

Me he pasado media vida fuera de Murcia. En Madrid he estado más de 30 años y allí me encargaron dos esculturas en bronce (Las cantareras, 1974) para colocar en la fuente de Plaza de España. En la Escuela de Arte y Oficio de Córdoba intervine como profesor de modelado durante cinco años y aproveché para profundizar en el estudio anatómico del caballo.

Sus esculturas contagian una belleza serena y, a pesar de la rigidez de los materiales, rezuman una interioridad que les aporta alma. Si las miras dos veces, descubres que están vivas. ¿Cómo lo consigue?

La escuela de escultura murciana ha dado grandes nombres al panorama nacional, y fue porque tuvimos dos buenísimos maestros: José Planes y Juan González Moreno. Mi obra ha evolucionado y, mayoritariamente, en las figuras se funden las partes estilizadas con otras más deformadas, pero sin perder nunca la expresividad y la naturalidad emotiva.

Regresa en 1999 a Murcia y se reencuentra con su tierra y sus gentes. Cuéntenos el regreso.

Estaba jubilado y vivía en Madrid, en la calle General Oraá, en un séptimo piso sin ascensor y los médicos me recomendaron no subir tantos escalones por los mareos y el agotamiento que sufría. Entonces llamé y comuniqué la decisión de regresar a mi familia, a mis amigos y a Juan Pérez Ferra, que me ayudó y me organizaría el traslado. Ese estudio se lo traspasan a un antiguo alumno mío y pintor murciano, Nicolás de Maya, que lo ocupa hasta el año 2005.

Maestro, perdone la impertinencia, ¿no echa de menos haberse casado y haber tenido hijos?

No. No he creado una familia para poder llegar a ser escultor. Me gusta vivir de manera sencilla y disfrutar lo que todos los días la vida me brinda.

Creo que se enfrentó con alguna contrariedad en el momento de organizar la exposición retrospectiva del 2009 en Murcia, y que finalmente se ubicó en tres importantes salas de la ciudad y en los jardines de la Glorieta.

¿Es que lo sabes? Debo decirte que se pudo llevar a cabo gracias a Ángel Martínez, presidente entonces de la CAM, y a la intervención directa de Ramón Luis Valcárcel. Percibo pronto que existía cierta oposición al proyecto por parte de altos cargos del Gobierno Regional y por algunos personajes del mundo del arte. ¡Ay, nene, la que se lió…! y llegaron a visitarla en torno a las 20.000 personas.

Coincidieron, usted y Juan, con la Infanta Elena en la inauguración de la muestra sobre Saavedra Fajardo. ¿Cómo saludó a la hija del rey?

Le dije: «Mira, nena, estando yo en Madrid montando las esculturas de Plaza de España, vi a tu padre cruzar la Gran Vía, que parecía un gamo, por la velocidad a la que andaba». La infanta respondió: «¿Sí…?» y sonrió durante un largo rato.

Semanas atrás, Juan le preguntó por qué había cortado un mechón de cabello (resultaba precioso) a una talla en madera de una mujer que estaba casi terminada. ¿Qué le contestó usted?

«Lo he hecho porque el escultor soy yo». Le repito a menudo a Juan: «Tú déjame a mí, que sé lo que tengo que hacer».

Han destruido y robado obras del parque escultórico que el ayuntamiento de Murcia inauguró con obras suyas.

¿Qué siente ante este acto vandálico?

Fíjate qué disgusto me he llevado. Pero me dice Juan que está trabajando y negociando para que lo antes posible se repongan y luzcan nuevamente en el jardín las dos piezas que faltan, La danza y Saltando la comba, que destrozaron y malvendieron unos desaprensivos a precio de chatarra.

La vida continúa con los quehaceres diarios. Vírgenes y mujeres, entregadas a su inevitable destino, han sido la referencia, el modelo sin artificio, que incansablemente Antonio Campillo ha esculpido durante toda su vida. Figuras modernas, que aceptan sus propios volúmenes contrariados y pedalean en busca de un camino tranquilo por el carril bici de un país exento de violencia y cobardía, de egoísmo y tristeza. «El hombre ha de ser breve, recto y sencillo, tanto en el decir como en el hacer», afirma Campillo.

Gaya vuelve a hablarnos de Velázquez: «En esas épocas brillosas, que los insensatos historiadores han dado en suponer esplendentes para el arte, se confunde lo que sólo son combinaciones, manipulaciones complicadas, acaso inventos, con la creación. Pero crear es muy distinto de inventar». Campillo emplea incluso raspadores de tomate y tenedores para crear sus meritorias obras.

La tarde se convierte en noche y la noche la presiden las tinieblas. Mañana, como todas las mañanas, Juan descolgará el teléfono a las siete y media, la hora convenida, para hablar con el maestro. Pero en esta ocasión no atiende la llamada. Antonio duerme y ya no contestará con un: «¿Es el lucero del alba o la estrella de la mañana?», como solía preguntar cada día a su fiel y amado amigo.