Se merecían algo así. Es de justicia, y las puertas del Auditorio se abrieron para Los Marañones. Sus canciones, su música, su mensaje, les han trascendido en vida. Siguen siendo baluarte para el rock que nunca muere, y si muere resucita. Hay que rendirse ante la evidencia. El rock and roll, a veces, es así de bueno. Su furia de juventud (al igual que su compromiso) permanece intacta y en plena forma. Ya pueden ir aprendiendo por ahí.

Pocos han abarcado una intachable trayectoria que sobrepasa el cuarto de siglo. Son aquel conjunto (beat, rock, funk…; no hacen música sectaria) de crudo sonido y amargas melodías, una entidad musical cuya influencia persiste en quienes ven en el pop un discurso capacitado para la sensibilidad tanto como para la inteligencia crítica. Dependiendo de tu adscripción, hay Marañones para todos los gustos, pero una sola voz, la de Miguel Bañón, encarnando a ese cantante que se conoce demasiado bien a sí mismo, que sabe de sus contradicciones y ambivalencias, barajando nostalgia y humor. Son los mejores, claro. Y, eso sí, se pasó bien.

El propósito era reunir a los fieles para pasar un buen rato y recordarnos que siguen vivitos y coleando, y vaya si están frescos. En formato de cuarteto y sin apenas despeinarse, interpretaron su repertorio de heterogéneos y maravillosos temas, tan clásicos como ellos mismos o sus referencias. No hacía falta ser experto en adivinación para intuir el desenlace: todo el personal que abarrotaba la sala reventó de placer.

Las manzanas del mal, de su álbum Matando el tiempo, fue el pistoletazo de salida para un recital que ofreció una doble vertiente, la que acaricia y la que da calambres. Fueron subiendo de tonalidad y color, ahora con guitarras sulfúricas, después dándole a esos teclados. No faltaron sus canciones más populares, sus habituales canciones-viñeta, costumbristas, elocuentes, y una diversidad de estilos, mostrando sabiduría, humor y aplomo en un equilibrado sube y baja de intensidad. Alternaron canciones de casi todos sus discos, aunque el concierto bien podría resumirse en los últimos: Las aventuras de Los Marañones y Tipos raros, obviando por completo el primero (Black Experience) y olvidando temazos como Sexy Dream a favor de otras canciones menos conocidas, poco o nada interpretadas en sus directos habitualmente, como Dentro de cada palabra (Shangri-Lá), que dedicaron a Pablo Neruda Y El Cartero. Con ella abrieron un set acústico que concluyó con Shangri-Lá, más Kinks que nunca, abriendo el frasco de las esencias, esa agridulce nostalgia lubricada por una ácida ironía.

Fue una gozada contemplar de cerca, en inmejorables condiciones, esa arrolladora maquinaria de r&r. Conscientes de ello, y sobrados de ganas de hacer pasar en grande al respetable, los cuatro colosos mostraron las cartas desde el principio, sabedores de que todos acabarían rendidos ante su desarmante capacidad para compartir su alegría por estar tocando allí. Estos tipos raros aman lo que hacen, llevan toda la vida rulando por los más diversos escenarios y en sus ojos aún brilla la luz de la pasión por hacer música y compartirla con el público.

Con semejante repertorio y ejecución el éxito estaba asegurado. Rotundo. Casi todas las que imaginas, alguna traca inesperada como Lo llamaban rock an roll y versiones acústicas con otro aire de algunos favoritos. Todo ello sumando dos generosos bises para finalizar dos horas y media de show con Conozco esta canción, inmersión en la psicodélica con expansivo final prog pinkfloydiano. Para muchos de los presentes fue una ocasión única.

Extraordinario ejemplo de honestidad y profesionalidad, los Marañones no defraudaron. Hubo de todo: paisajes de delicadeza más íntima (El final) y otros de energía radiante (Atrapado, Voy loco mama), queriendo reinterpretarse a cada paso. Asimismo, introdujeron Tipos raros con el instrumental Cerca de la estrellas de Los Pekenikes, y empalmaron La memoria del holandés errante con Cruzando las galaxias, mostrando en la pantalla la imagen del actor ´Bali´, que interpretaba el musical, fallecido hace ahora un año. Contagiado por el espejismo, uno se pierde entre los recovecos de la memoria reviviendo un pedazo de historia. Han volado más de veinte años y siguen aquí. Eso sí, todavía inefablemente señoriales, y demostrando la pervivencia de un repertorio que, como los buenos vinos, gana con el tiempo. Una lección de sinceridad y clase.