Basta con pronunciar dos palabras mágicas para que el amante de la buena televisión se ponga firme: The Wire. Una serie subida a los altares de la televisión como una obra maestra que compite en igualdad de condiciones con Los Soprano o Mad Men para ocupar el gran trono de la pequeña pantalla. Detrás de The Wire hay un nombre: David Simon. Un talento descomunal que se fraguó en las arenas movedizas del periodismo. Simon sabe de lo que habla cuando retrata los bajos fondos de Baltimore, porque cuando era un reportero con las suelas gastadas de patear calles se pasó mucho tiempo en ellos. Tomando nota, observando, preguntando, explorando. Un reportero de cuerpo entero del que da buena cuenta un libro extraordinario, imprescindible y cautivador, sin duda uno de los mejores títulos editados últimamente: Homicidio (Un año en las calles de la muerte), publicado por Principal de los Libros. La obra inspiró una notable serie de televisión del mismo título que sería, a su vez, el embrión de The Wire.

Así que nos vamos a Baltimore. Cuidado con las balas. Una ciudad compleja, apasionante, empeñada en dar noticias amargas con una frecuencia inusitada. Cada tres días dos personas son asesinadas a tiro sucio, o apaleadas o rajadas. Un mundo lleno de inmundicias en el que la inocencia está proscrita, la corrupción acampa donde más te desesperas y la honestidad es moneda de curso ilegal. Frente a ese tsunami diario de horrores que muestran al ser más inhumano, una unidad de homicidios se ocupa de mantener (o intentarlo, al menos, nada menos) lo más limpia posible la atmósfera de la ciudad, una especie de intocables de Elliot Ness que viven al filo del abismo cada segundo de su vida profesional, un grupo de tipos duros que saben muy bien a qué huele el miedo y el odio, la desesperación y... la amistad. El compañerismo. El sacrificio. Una rara especie de heroísmo sin tracas ni trucos.

David Simon fue el primer periodista que tuvo vía libre para entrar en esa especie de hermandad de defensores del orden. Un año entero pasó conviviendo con el escuadrón. Con el rigor de un periodista y el vigor de un narrador de primera clase, Simon escribió una obra maestra del reporterismo, una obra maestra de la literatura alimentada por hechos reales. Periodismo y literatura, pues, fundidos sobre el papel con unos personajes arrancados a la realidad, llenos de matices y con unos perfiles cincelados por Simon con una meticulosidad asombrosa: qué diálogos, cómo restallan las escenas de acción, qué ritmo arrollador la de una narración en la que sentimientos, emociones y reflexiones se suceden sin cansar nunca, aportando más y más datos al inmenso puzle de la mente humana expuesta a los rigores del crimen, arrojada a la intemperie de la violencia.

Son muchos los personajes que pueblan Homicidio, pero algunos destacan poderosamente por su carácter emblemático. Donald Worden es el veterano detective que, como tantos héroes cansados de tantas ficciones cansinas, ha llegado al final de su carrera. Lo sabe todo porque lo ha visto todo. Harry Edgerton es un respondón detective negro en una unidad de color blanco que se las arregla muy bien para sobrevivir: le va la vida en ello. Tom Pellegrini es el novato al que le toca bailar con la brutalidad más fea de todas: la violación y asesinato de una niña, Latoya Wallace. Una historia que vertebra el libro y que es conmovedora y espeluznante al mismo tiempo. Tres personajes complementarios, unidos por un mismo afán y, al mismo tiempo, con visiones de la vida y la sociedad que no tienen por qué coincidir. Supervivientes.

Antes de su paso a la televisión, Simon fue un periodista de coraza y corazón en el Baltimore Sun que, harto de las ataduras y mordazas que sufría en su profesión, decidió romper con todas e invertir un año de su vida junto a un escuadrón acostumbrado a mirar a la muerte a los ojos. Leer Homicidio (o ver las series citadas) es darse un baño de realidad y alejarse de las ficciones facilonas tipo CSI y similares. Aquí las bocas siempre están selladas, la mentira está al cabo de la calle como armadura imprescindible, nadie habla porque se le presione en interrogatorios hábiles. La muerte entiende de clases: no es lo mismo que los cadáveres sean exquisitos o que sean prescindibles, a quién le importa lo que le pase a un traficante. Y el protagonismo estelar de los laboratorios para descubrir al asesino con análisis que hurgan en las pruebas hasta la extenuación no existe, aquí la mejor forma de capturar al malo es que cometa un error de principiante, no que deje un rastro que sólo puedan encontrar los genios de la ciencia. En ese mundo donde la ley camina sobre el filo de una navaja bien afilada, los policías avanzan muchas veces a ciegas, dan tumbos con el ánimo por los suelos y bajo el control pegajoso de unos jefes obsesionados por mejorar la estadística y resolver los casos que afectan a los cuellos blancos de la ciudad.

Mientras Simon seguía los pasos de los policías hubo 234 homicidios en Baltimore. Durante los dos años que dedicó a escribir el libro, 567. Datos estremecedores que explican por qué la lectura de esta magistral pieza de periodismo de trinchera despierta un desasosiego constante, arropado por la fascinación de una historia que nos arrastra a los infiernos del ser humano.