Javier Peña, murcia, 1966. Con voz firme, pero de trazos cercanos, te inyecta una dosis de adrenalina al describir esa mística armonía que supone volar a través del agua, el viento, la arena... haciendo posible lo imposible.

Entre alquitrán y ladrillo logramos respirar mar a base de detalles acuáticos, encajados de forma natural, a nuestro paso. Su pasión por el ‘kitesurf’ no es fortuita, su estudio es fiel "a una arquitectura que aúna lo sostenible, lo tecnológico, intenta ser dinámica, elástica, flexible…".

Precisamente, el ‘kitesurf’ mezcla esas sensaciones: controlar el viento con las manos, deslizarte sobre el agua, ser maleable, reconciliándote con nuestros ancestros, tierra y agua. Un estilo de vida que exige entusiasmo, por ese confluir de elementos: "Creo que lo bonito de hacer arquitectura es la inestabilidad, pueden suceder cosas inéditas", similar a estar a merced del mar. Una vida practicando todo tipo de deportes -paracaidismo, escalada…-, hasta que en el año 2000, "al volver de Alemania y recalar en Gerona, supe que ese era mi deporte. Un híbrido entre varias especialidades".

Extendiendo sobre la mesa sus curtidas manos, lo define como una afición complementaria, "me equilibra como persona y como creador. Me fascina esa doble dimensión de trabajar al unísono cuerpo y mente", como un acróbata del aire, girando, volando, "una especie de exoesqueleto entre fuerza y velocidad, muy eléctrico".

Siempre cargando con el equipo, mantiene una especie de agenda eólica: "Procuro combinar desplazamientos que me permitan acercarme al mar». Lo siente «como si recibiera una inyección de vacaciones, de optimismo". Esta tabla -hasta 8 han pasado ya por su vida- de 1,39 x 40 es polivalente, "50/50, permite agarrarte a la ola y maniobrar".

Regalo de la familia. La anterior quedó destrozada en esa especie de placer y enfrentamiento a un nuevo reto que supone adentrarse al líquido elemento. Le gusta navegar solo, en silencio, sólo roto por los ecos de la naturaleza, "alrededor de hora y media". Y, como un curso rápido de geografía costera, -como estos maniquíes con el Mar Menor tatuado, sacados de una reciente exposición- señala La Llana como mejor espacio, "en pleno temporal, con levante, lluvioso, cielo encapotado, hasta el límite", o todo un paraje natural como Calblanque, "el atardecer, el momento en que baja el sol". No olvida las Canarias y describe con pasión la noche, "como si volaras en el espacio, sales despedido, como una descarga eléctrica, te sientes inmaterial".