La comisaría del Cuerpo Nacional de Policía de Cartagena se ubica a la vera de la Rambla de Benipila, al calor de la Plaza de España. Luce desde hace unos años un llamativo color entre verde y amarillo. Diríase que fosforescente. Horripilante. Los vecinos se quejan de que, de tan chillón, los reflejos se cuelan en sus casas y los deslumbran. Seis fueron los agentes de esa comisaría quienes acudieron el 11 de marzo de 2014 al domicilio de un vecino en Las Seiscientas y acabaron acusados de haberle dado muerte. Así nacía el caso Cala Cortina.

La investigación desveló que no era trigo limpio todo lo que había en la comisaría cartagenera. La instrucción del caso presentó ante la opinión pública una comisaría que, a pesar del color que lucía por fuera, ocultaba historias muy oscuras.

Durante la instrucción en la que se investiga la desaparición de Diego Pérez Tomás, se colocan escuchas en los vehículos policiales de los seis agentes implicados. Según el testigo cuyo testimonio acabaría dando lugar a la detención y encausamiento de los agentes, Diego ya fue golpeado en la propia puerta de su casa. Un guantazo que estalló en mitad de la madrugada y que, parece, fue la respuesta a haberle encontrado a Diego alguna sustancia tras un cacheo rápido. «Acho», exclamó Diego retrocediendo, «¿estás loco o qué?». Fue, presuntamente, a José Carlos M. L. a quien el testigo protegido avistó propinando la sonora bofetada a Diego. «Sube al coche», le ordenó entonces, según el testigo.

Fue el agente Gregorio Javier G. M. quien relató que Diego se puso muy nervioso cuando se percató de que el vehículo no ponía rumbo a comisaría. «¿Dónde me lleváis?», decía Diego, «¿es que me vais a pegar?». Gregorio falleció en octubre de 2015, aquejado de pancreatitis, cuando se hallaba en prisión provisional, en la prisión de Estremera, en Madrid. La familia se ha querellado contra el centro penitenciario y contra el hospital donde fue atendido, el Gregorio Marañón.

Otro de los agentes a bordo de uno de aquellos tres zetas que acudieron al domicilio de Diego, Rubén A. F, se muestra también un experto en hacer novillos. Aunque dijo a sus propios compañeros que no ha ido a trabajar por encontrarse enfermo, resulta que andaba por Sierra Espuña haciendo una ruta ciclista. «Esto es duro», le relata desde la sierra a Carla, su pareja sentimental, refiriéndose a la cuesta que en ese momento anda escalando, no a la jornada laboral de la que ha decidido desembarazarse. Los novillos no dejan de ser un pecado venial; no es por ellos que el agente mereció el sobrenombre de ‘el sanguinario’.

Es a este agente, a Rubén, a quien uno de sus compañeros, Gregorio Javier G. M., llama ‘el sanguinario’ cuando relata cómo golpeó a un detenido en comisaria. Cuenta cómo Rubén colocó un biombo para que no pudiera verse nada desde las viviendas vecinas a la comisaría. «Acho, hubo unas señoras torturas», refiere el agente. «Hubo sangre. Estuvo muy bien, yo lo pasé muy bien», añade. Gregorio relata cómo el torturado clamaba «¡no me peguen más, señores policías, no me peguéis más, ayudadme, ayudadme!», «y los otros ahí, ¡dale, dale, dale!».

También el agente José Luis, S. A., tenía la mano larga. El agente golpea a un individuo al que ha encontrado sustancias estupefacientes. «Como siga sacando, te voy dando», le espeta. «Claro», especifica, «conforme siga sacando, pues te vamos a ir dando, al mismo compás». «Le he dado un tortazo», le resume después a su compañero de patrulla. Uso desproporcionado de la fuerza policial, se llama eso.

Los agentes que investigan a sus colegas aprecian, en un informe que forma parte del sumario, y a falta de un estudio psicológico, «un perfil violento del policía José Luis S. A.». Este agente se manifiesta también con sed de ‘goma’ (la defensa personal, comúnmente conocida como ‘porra’). Expresa incluso su intención de apropiarse de la primera defensa que algún compañero deje por la comisaría. Manifiesta también su intención de darle uso. «Vamos a hacerle el rodaje al gordo ese», dice en referencia a un individuo al que le tiene ganas. Su compañero, José Antonio C. G. le secunda, afirmando que empezarán a tirarle ‘sartenazos’ y que van a disfrutar.

Según los investigadores del homicidio, aún resulta más grave la intención manifestada por el agente cartagenero de dividir la sustancia incautada (probablemente hachís) para imputársela a un tercero y apuntarse así una nueva incautación. «Hago un dos por uno», exclama el agente en su vehículo. «Ahora vamos a un yonqui y se la coloco», añade. Alteración y/o falsificación de acta de aprehensión de sustancia estupefaciente, se llama eso.

Efectivamente, aparecen varias actas de incautación sin firmar por los sancionados que resultan sospechosas a ojos de los investigadores. Los agentes, en todo un alarde de profesionalidad, manifiestan que ni tan siquiera dieron a los individuos la posibilidad de firmar.

Es este el agente que parece que comentó con su padre, también policía, lo ocurrido la noche de la desaparición de Diego. El padre les recomendó guardar silencio, pues, aunque no lo habían matado, habían incurrido en una detención ilegal. Hubo también conversaciones acerca de una pistola. Las conversaciones parecen no corresponder a ninguno de los agentes que se investigaba por la desaparición de Diego; en todo caso, continúan mostrando agentes con una morbosa inclinación por hacia la violencia. Un agente afirma que tiene una pistola ‘full equipe’ para hacer el trabajo sucio. Una pistola, dice, de la Guerra Civil, estilo nazi. Una pistola sin papeles, para que, en caso de utilizarla, la base de datos no pueda desvelar quién disparó. «Eso lo meten en la base y ha sido Franco el que ha disparado», explica el agente, «ha sido Primo de Rivera el que ha ‘matao’ a este tío».

El comisario de Cartagena, Alfonso Navarro, dimitió cuando el poco ortodoxo comportamiento de los agentes cartageneros trascendió a la prensa. Hizo lo propio el inspector de la ciudad, Damián Romero. Por una vez, en España rodaron cabezas.